La pintura se halla en buen estado de conservación tras su reciente restauración por Patrimonio Nacional, la segunda tras la efectuada en 1951. La intervención ha permitido determinar con claridad la posición de la espada que empuña el verdugo, que está de espaldas. A las usuales tonalidades pardas que componen el fondo oscuro, Caravaggio decide añadir un verde oscurísimo que ahora resulta particularmente visible sobre todo en la zona en sombras de la izquierda.
Sobre la mención más antigua del lienzo, ya no es posible aceptar su identificación con la obra que envió Caravaggio a Alof de Wignacourt, gran maestre de la Orden de Malta, tras el regreso del pintor a Nápoles en 1609. De las dos versiones conocidas del tema (la que aquí se examina y la que se conserva actualmente en la National Gallery de Londres), la historia de la obra de Madrid parece excluir su paso por Malta.
El lienzo debe ser relacionado con toda probabilidad con una mención del inventario de los bienes de García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo y virrey de Nápoles entre 1653 y 1659. A comienzos de 1657, el virrey poseía ciento ochenta y tres pinturas, entre las que se cita: “Un quadro de la degollación de San Juan con la mujer que recibe la cabeza del Santo, el verdugo y una vieja al lado de seis palmos con marco negro de peral es original de Caravacho”. A este respecto, hay que precisar que el inventario utiliza la unidad de medida local (un palmo napolitano = 26,367 cm), y por consiguiente las dimensiones del lado vertical del cuadro (con marco incluido) serían 158,202 cm, lo que resulta compatible del todo con la longitud del cuadro del Palacio Real de Madrid. La historia de la colección del virrey y las menciones de inventario sucesivas apoyan tal identificación.
García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo (1588?-1670), era un personaje de cierta relevancia en el ámbito del mecenazgo artístico de mediados del siglo XVII. En efecto, sabemos que Felipe IV encargó a Diego Velázquez en 1656 que organizase el traslado a El Escorial de cuarenta cuadros, entre ellos algunos de los “que dio a Su Majestad don García de Avellaneda y Haro, conde de Castrillo”. Si efectivamente la misión se llevó a cabo en 1656, nuestro lienzo no debía de formar parte de este lote.
Volviendo ahora a la procedencia de la Salomé, el lienzo aparece en la relación de bienes de los reyes españoles a partir de 1666, cuandose incluye en el primer inventario del Alcázar redactado tras el regreso de Castrillo a España, con el número 242: “Otra [pintura] del Caravacho de la degollación de S. Joan Bautista de vara y media de largo y de alto vara quarta [tasado] en 100 duc[ado]s de plata”.
Veinte años después de la mención de 1666, la Salomé vuelve a ser recordada en el mismo lugar, con la misma estimación y la misma atribución, y también en el inventario de los bienes redactado en ocasión del testamento de Carlos II, el 26 de septiembre de 1700. En 1734 el Alcázar quedó devastado a causa de un incendio, tras el cual se preparó una lista de las pinturas no destruidas, en el que aparece afortunadamente nuestro lienzo con el número 876.
La obra debe relacionarse también con el inventario del Palacio Real de 1794, donde con el número 354 vemos una Herodías anónima. La coincidencia del número de inventario indica que se trata sin duda de la Salomé, que en la época se hallaba aún en Madrid. Debo añadir aquí que la obra seguía aún in loco en 1814 cuando en el inventario de los bienes reales nuevamente vemos con el número 354 una Herodías “con la cabeza del Bautista, su madre y el tirano” sin atribución alguna.
La primera mención de la pintura en la Casita del Príncipe de El Escorial se debe a José Quevedo, que en 1849 la citaba en la Sala del Barquillo. Ocho años después aparece de nuevo en el meticuloso inventario de Poleró con el número 702.
El número 354 indica la pertenencia de la obra al lote de pinturas inventariadas y nuevamente numeradas a partir de 1787, durante el reinado de Carlos IV, que sumaba en la época un total de 418 piezas. El lienzo pudo gozar de renovada fama entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX, cuando se dibujaron dos copias del mismo: la más antigua es la que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, realizada por Pau Montaña entre 1795 y 1798; una segunda copia en dibujo fue realizada por Miguel Berdejo en 1798 y se conserva actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
La pintura se expuso en la exposición milanesa de 1951, entrando definitivamente en el circuito de los estudios caravaggescos, hasta que entró en escena para complicar la cuestión la Salomé con la cabeza del Bautista de la National Gallery de Londres.
Las dos Salomé tienen una estrechísima relación con Nápoles, documentable no solo desde un punto de vista estilístico. Empero entre las dos pinturas existe una notable diferencia estilística e iconográfica: la versión londinense se remite al modelo leonardesco —y por consiguiente lombardo, mucho más difundido— del verdugo que deposita la cabeza del Bautista en la bandeja que sostiene Salomé con el brazo extendido. Por su parte, el óleo madrileño enmarca la escena situando la bandeja con su macabro botín en el centro del grupo de los personajes mientras el verdugo envaina la espada: todo está en calma, no se trata ya de mostrar el horror sino de tomar conciencia de él. Este segundo modo de entender la escena es precisamente lo que deja una huella indeleble en la pintura napolitana de las primeras décadas del Seicento.
Las numerosas versiones del cuadro ponen de manifiesto la continuidad de la presencia de la pintura en Nápoles y, por consiguiente la extrema dificultad para identificar esta obra con la enviada a Malta. La crítica ha detallado prolijamente las afinidades de los personajes de la obra con algunos de los protagonistas de los años posromanos de Caravaggio. Más allá de los detalles morfológicos, creo que las mayores dificultades para datar el cuadro en su segunda estancia napolitana tienen que ver con la película pictórica, más espesa y pastosa, y con la paleta aún rica en múltiples matices cromáticos, que se vuelve mucho más oscura en obras como la Santa Úrsula de la colección Intesa Sanpaolo o el San Juan Bautista de la Borghese, todas ellas caracterizadas por una gama discretamente trabajada de colores pardos.
Fuente: Maria Cristina Terzaghi, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El 28 abril de 1712 se citaba entre las pinturas de los “diversi valenti Maestri esistenti nella Galleriola contigua al giardino” de la casa de Carlo Maratti (1625-1713) “Un Quadro di mezza figura grande al naturale, mano di Guido Reni rappresentante Santa Catterina con palma e rota”, incluida en el listado de los cuadros de la Colección Maratti adquiridos para Felipe V en 1722. Esta obra se ha identificado siempre con el lienzo en el Museo del Prado y toda la crítica ha considerado que el cuadro de Patrimonio Nacional no era sino una copia del anterior.
Sin embargo, se trata del lienzo procedente de la Colección Maratti correspondiente al inventario del palacio de La Granja de 1746: “Una pintura orig. en Lienzo, de mano de Guydorene que representa S.ta Cathalina Martir, con palma en la mano, y la rueda à el lado.
Antonio Ponz menciona en 1788 una Santa Catalina de Domenichino(1581-1641) en la Casita del Príncipe de El Escorial, que seguramente es la misma a la que se atribuye el número 238 en el Palacio Real de Aranjuez en 1794, donde era considerada “copia de Guido” en 1818. Se trata siempre de la pintura en examen, que en 1857 estaba en El Escorial, cuando Vicente Poleró la asignó a Reni.
La figura de santa Catalina se inspira en las medias figuras de Caravaggio (1571-1610) y en la Santa Cecilia de Rafael (1483-1520) de San Giovanni in Monte en Bolonia.
La importancia de la Santa Catalina en la colección de Felipe V e Isabel de Farnesio queda demostrada por su ubicación en la “pieza donde se dice la misa” y en el “despacho del Rey” del palacio de La Granja en 1746 y en 1774, así como por su valoración en 10 000 reales en ambos casos, una cifra muy elevada, y más si se tiene en cuenta su tamaño. Su buen estado de conservación permite apreciar detalles, como el velo alrededor de la cabeza de la santa o la cinta sobre su hombro derecho, casi perdidos en el ejemplar del Prado.
Fuente: Gonzalo Redín, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Huido junto a su familia de la destrucción de Sodoma, ciudad castigada por Dios a causa de los vicios de sus habitantes, Lot, “el único justo” que encontraron en ella los tres mensajeros divinos, pierde a su mujer, convertida en estatua de sal por detenerse a mirar atrás, y se refugia con sus dos hijas en una cueva. Con la intención de perpetuar la estirpe, las jóvenes embriagan a su padre y mantienen relaciones carnales con él. El episodio bíblico fue muy apreciado en el barroco no solo como ejemplo del modo en que se cumplen los inescrutables designios de Dios para la salvación de su pueblo, sino también por el tono novelesco y la posibilidad que ofrecía a los pintores de representar una escabrosa escena de seducción.
Guercino capta perfectamente en su pintura la sensación de peligrosa intimidad que se establece entre el anciano Lot, tan borracho que tiene que sujetarse con el brazo izquierdo en su tosco asiento, y las dos hijas que lo rodean: una, de pie detrás del asiento, toma un ánfora para servir más vino a su padre, y la otra, sentada a los pies de este, le sujeta la copa con la mano derecha mientras con la izquierda le acaricia la pierna con estudiada lentitud, acercándose insidiosamente a su regazo. La representación, insólitamente explícita, se plasma en un bloque compacto en el que los gestos de cada uno de los personajes se corresponden, mostrando así simultáneamente los diferentes momentos del relato.
Sobre los tiempos y modos de ejecución de esta extraordinaria pintura nos informa muy bien Carlo Cesare Malvasia, según el cual fue pintado por Guercino y sus ayudantes para el arzobispo cardenal Alessandro Ludovisi (1554-1623), en Bolonia en 1617. Concretamente, en su Felsina pittrice (1678) el historiógrafo boloñés habla de ciertas comisiones del año 1718 y, en lo referente al tema de los cuadros, escribe que Guercino fue llamado por el Eminentísimo Sr. cardenal Ludovisio [...] y para él hizo diversos cuadros, que fueron: Un milagro de San Pedro que resucita a una joven [...]. Una Susana [...]. Un hijo pródigo, que fueron obras mejores de lo que esperaba el mencionado Sr. Cardenal.
Como ha señalado Denis Mahon, hay que completar la información de Malvasia con los apuntes preparatorios para la Felsina, que por suerte han llegado hasta nosotros, donde se dice que Guercino
Hizo dos cuadros, un Lot y una Susana, y un Hijo pródigo, figuras de tamaño natural. Ya acabados no quiso decir su precio por modestia [...]; se determinó entonces llamar a Lodovico Carracci para que dijese cuánto podían valer y él los estimó en setenta escudos cada uno, lo cual pareció mucho a dichos Señores, que solo le dieron setenta y cinco por los tres, a razón de veinticinco cada uno, y él se conformó; tenía entonces veintiséis años, y le tomaron ellos desde entonces gran admiración por su valía.
La anotación termina con un “Signor Giovan Francesco” para indicar que quien informó a Malvasia fue el propio Guercino. La edad indicada de veintiséis años fecha esta comisión en 1617.
En 1621, Alessandro Ludovisi fue elegido papa con el nombre de Gregorio XV. En 1623 ya aparece registrado en el inventario de los y propiedades de su sobrino el cardenal Ludovico Ludovisi (1595-1632). En su testamento de 1664, Nicolò Ludovisi determinó dejar en herencia seis cuadros al rey de España, que fueron elegidos por el embajador Pedro Antonio de Aragón. El Lot y la Susana fueron evidentemente dos de las pinturas seleccionadas en aquella ocasión, pues aparecen, junto a la Conversión de Saulo de Guido Reni (1575-1642) —atribuida por cierto al propio Guercino—, en la lista de cuadros propiedad de Carlos II que adornaban la denominada “Quadra de mediodía” de El Escorial, redactada por Francisco de los Santos en 1681. Mientras que Lot y sus hijas permaneció en El Escorial, el lienzo de Susana y los viejos fue trasladado en 1814 al Palacio Real de Madrid y posteriormente —antes de 1843–– al Museo del Prado.
El pasaje antes citado de los apuntes de Malvasia es muy importante, pues permite asignar también al lienzo de El Escorial el magnífico juicio sobre Guercino que Ludovico Carracci (1555-1619) expresaba en una carta dirigida a su amigo Ferrante Carli en 1617, en la cual, tras mostrarse complacido por los numerosos “primeros pintores” activos entonces en Bolonia, dice: “también ha llegado un tal messer Giovan Francesco da Cento, que está aquí para pintar ciertos cuadros al Señor cardenal arzobispo, y se comporta heroicamente”; y también en otra: “está aquí un joven natural de Cento que pinta con gran maestría de invención. Es gran dibujante y felicísimo colorista; es monstruo de la naturaleza, es milagro que hace que se asombren cuantos ven sus obras”.
Es opinión común que ambas cartas señalan el “cambio de testigo” entre el ya anciano patriarca de la escuela boloñesa y el joven y animoso pintor de Cento, el cual, más dotado como pintor que el propio Ludovico, consiguió llevar a la cúspide las premisas instituidas por Carracci. Si desde sus inicios en Cento ya había manifestado Guercino su admiración por Ludovico, es evidente que ahora tan importante encargo le obligaba a medirse a fondo con los resultados alcanzados tanto por el maestro como por sus mejores discípulos boloñeses, por lo que abandonó ese tono algo provinciano que nos conmueve en sus primerísimas obras. Si en el cuadro objeto de este análisis el rostro de la hija sentada y el paisaje de fondo remiten aún a modelos ferrareses la sabia composición, para la que hizo numerosos dibujos preparatorios, muestra una nueva reflexión sobre las obras del último Ludovico, lo mismo que en la Susana, hoy en el Prado, el luminiscente desnudo “a lo Bononi” de la mujer que se está lavando responde al acento “a lo Giacomo Cavedoni” del viejo que está en primer plano.
Fuente: Daniele Benati, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
En 1786, se encomendaba al encargado de negocios de Carlos III en Florencia la adquisición dedos lienzos destinados a la colección de su hijo, el príncipe Carlos de Borbón. En su excelente trabajo sobre la pinacoteca de este (el futuro Carlos IV) en España, Diana Urriagli identifica y atribuye “al Caballero Perugino” (seudónimo de Cerrini) los cuadros El Tiempo destruyendo la Hermosura en el Museo del Prado y la obra en examen. Cada cuadro costó 7500 reales, cantidad muy alta, alcanzada o superada solo por los grandes maestros en la valoración de los bienes de Carlos III inventariados en 1789. El precio de la operación ha hecho que Urriagli se pregunte si no fue realizada pensando que se trataba de dos obras del divino Rafael (Perugia, h. 1450-1523). No obstante, resulta difícil explicar una confusión tal entre dos artistas tan dispares.
En 1666, Cerrini escribía desde Roma a Florencia a un “Serenissimo principe di Toscana”, no especificado, que había alabado mucho “un Caimme e Abelle e una Carità Romana fatta da me últimamente”. No hay noticias sobre estas obras en los inventarios mediceos. Es probable que el Caín y Abel de Patrimonio Nacional sea el mencionado por Cerrini, pues se compró en Florencia y no hay más noticias sobre un lienzo del artista dedicado a este tema.
El lienzo se inspira en un perdido Caín y Abel de Guido Reni (1575-1642) conocido por copias como la de la Galeria Sabauda, cuya composición es reinterpretada utilizando un esquema triangular más estable. Cerrini presenta las figuras al modo clásico, como en un friso, y las dispone en un estudiado juego de contraposiciones, imitando la característica poética de la acción suspendida del boloñés. Reni fue uno de los principales referentes del perusino, pero es improbable que, como refiere Lione Pascoli, se formara con él en Roma, pues Guido abandonó la ciudad en 1627 y las primeras obras de Cerrini no muestran su influencia.
No es fácil juzgar la tela, muy sucia, en el momento de la redacción de esta ficha, pero salta a la vista que si la materia pictórica se aplica densa e insistida para definir la anatomía de las figuras, nítidamente dibujadas, sus ropajes son ejecutados con una pincelada extraordinariamente libérrima y espumosa. Demostración de auténtica “bravura” por parte del maestro, capaz de crear con apenas un golpe de pincel la oreja del cordero, que participa en el drama con la misma parsimonia que el indefenso y atónito Abel, cuyo espanto es manifestado por el gesto de sus manos y no por su rictus impávido. Si este cuadro es el referido por Cerrini, ha de fecharse entre 1661, tras abandonar Florencia, y no mucho antes de 1666, cuando escribió la carta.
Pese el excelente catálogo de la exposición dedicada al pintor en 2005, la escasez de obras documentadas hace difícil fechar su producción. Por lo que respecta a la cronología del cuadro de Patrimonio Nacional, el inusual formato que comparte con el lienzo del Prado (un cuadrado de gran tamaño, que Cerrini utilizó, por lo que se sabe, solo en tres lienzos) podría sugerir que ambos fueron concebidos conjuntamente. Sin embargo, no existe ninguna relación temática entre ellos y cabe pensar que debieron ser emparejados a posteriori precisamente por coincidir en su formato, a pesar de que la obra del museo mide unos 30 centímetros más de alto y ancho.
Fuente: Gonzalo Redín, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Felipe IV adquirió en 1634 dieciocho cuadros, algunos italianos, ofrecidos por Diego Velázquez a Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón, secretario y consejero del rey entre 1628 y 1635, que pagó por ellos mil ducados de once reales. Figuraban dos de su mano: La túnica de José y La fragua de Vulcano. Antonio Palomino los juzgó pintados en Roma, si bien no hay noticias documentales que lo atestigüen y la fascinación por Italia pudo inclinar al erudito pintor a situarlos en esa ciudad que garantizaba un prestigio añadido a los artistas que la habían visitado. Colgaban en 1634 en el guardarropa del Buen Retiro; en 1665, tras la muerte del monarca, La túnica de José figuraba ya en las salas capitulares del monasterio de El Escorial.
Manuel de Gallegos en “Silva topográfica”, poema de 1637 sobre el Buen Retiro, celebró La túnica de José afectadamente:
obra también deste pinzel preclaro
es essa tabla, donde lastimoso
el Patriarca Iacob gime en colores;
y explicando en matizes sus dolores
funebre llora, tragico suspira,
mientras de su Iose la sangre admira.
Este lienzo y La Fragua parecían colgar cerca del Salón de Reinos y de los cuadros de carácter político de Velázquez, fueron pensados para el Buen Retiro y su emparejamiento técnico y estilístico apunta a que ambos lienzos se pintaron con ese destino áulico, y no en Roma sino en Madrid.
La vanguardia artística de Italia se refleja desde luego en esas escenas por su armonía compositiva y la expresión de los “afectos” o sentimientos, así como por el protagonismo de los desnudos masculinos interpretados a la manera de los que se practicaban en las academias romanas del momento. Evidencian, además, ecos de pinturas concretas que el artista pudo haber admirado durante su viaje, por ejemplo de Tintoretto (1518/19-1594), de quien deriva el suelo ajedrezado de La túnica de José. También de los pintores del Seicento que trabajaban en Roma, como Domenichino en la iglesia de San Luigi dei Francesi, o Caravaggio (1571-1610) en ese mismo lugar con El martirio de san Mateo, de cuyos desnudos o de la expresividad de las figuras de esa escena y de La vocación de san Mateo derivan los de Velázquez.
Nada se opone, sin embargo, a que los dos cuadros se sitúen después del regreso de Velázquez a España entre 1631 y 1634 y en plena fiebre de encargos y adquisiciones para el Buen Retiro. La consabida “flema” de Velázquez apoyaría la hipótesis de que se pintaron en Madrid y en su taller con el tiempo y la tranquilidad que, según todas las referencias de la época, empleaba artista. La túnica de José y La fragua de Vulcano se relacionan estrechamente con otras obras de Velázquez posteriores al viaje a Italia, desde el desnudo de Cristo crucificado, de hacia 1632-1634, hasta la clara organización y la técnica suprema de La rendición de Breda de 1634-1635. Por ejemplo, en La fragua, el joven de pelo negro abundante y alborotado, de perfil hacia la izquierda, es un modelo similar al hermano de José, también de perfil, y cercanos ambos al joven soldado en el grupo de los holandeses de Las lanzas. Las dimensiones de ambos cuadros y su afinidad técnica y expresiva, así como la representación de personajes relevantes de la mitología y de la Biblia parecen responder al destino regio que ocuparon de inmediato. Por otra parte, la ordenación y movimiento de las figuras, seis en cada cuadro en torno al centro de atención de la escena, el yunque con el hierro candente del trabajo de Vulcano o la túnica y la camisa blanca de José manchada de sangre, así como la incidencia enfrentada de la luz, que revelan las sombras en el suelo, evidenciaría asimismo que los cuadros se pensaron para colgar emparejados y recibiendo cada uno una iluminación de procedencia contrapuesta.
La túnica de José, según muestran las copias antiguas, presentaba originalmente márgenes más amplios antes de ser recortados. El pastor a la izquierda estaba completo, en pie en un amplio espacio cerrado a su izquierda por una columnata. Jacob tenía a su espalda una gran columna adornada por un cortinaje verde que reforzaba la magnificencia del palacio, del que ahora queda un resto en la parte superior. Velázquez subrayó la elevada condición de su protagonista por encima de otras representaciones contemporáneas más acordes con el período histórico de la escena. El suelo de mármol ajedrezado y el asiento sobre un estrado cubierto por la alfombra oriental, persa, de gran riqueza, señala el estatus que había alcanzado el patriarca por la gracia divina, como los reyes, al haber sido señalado por Dios desde la infancia para ser cabeza de Israel y estirpe de las doce tribus. Nada se ha sugerido más allá del pasaje estricto del Génesis como significado de La túnica de José, aunque el uso de personajes bíblicos y mitológicos en el contexto de los reyes españoles formó parte, sin embargo, de la alegoría empleada para expresar el poder y sus riesgos. En La túnica de José, el gran patriarca sucumbe al engaño perpetrado por sus hijos, sin atender a los ladridos de su fiel perrillo que le advierte de la traición, olvidando que el rey prudente y avisado no debe fiarse más que de su propio juicio, porque le rodea la adulación y la mentira. La recreación que hace Velázquez de los dos mundos, el mitológico y el bíblico es distinta del clasicismo de la pintura italiana, como revela la confrontación con las obras de los maestros de esa procedencia. Presentan las suyas un realismo emocional nuevo, alcanzado por una reflexión profunda y personal sobre los hechos narrados y sus protagonistas, que produce una sensación de verdad arquetípica y atemporal, que revela con el paso del tiempo la elección perfecta que hizo también aquí Velázquez de las fisonomías y de los caracteres de todos ellos, como perfecta fue su técnica pictórica.
Fuente: Manuela B. Mena Marqués, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El asunto, tomado del libro del Génesis, representa a Jacob, pastor del rebaño de su tío y suegro Labán; la notoriedad de este tema iconográfico se explica probablemente por la metáfora política que representa el pastor agudo y previsor, sin entrar en cuestiones de los posibles matices de significado que se puedan atribuir a la representación de las ovejas blancas y de las ovejas a manchas citadas en el texto bíblico, representación que algunos estudiosos relacionan con el debate de la limpieza de sangre en la España a caballo de los siglos XVI y XVII.
La importancia de esta pintura en la producción de José de Ribera, queda confirmada por el prestigio de su procedencia de la colección del II duque de Medina de las Torres, virrey de Nápoles entre 1637 y 1644, con un recorrido coleccionista idéntico al de otro Ribera de El Escorial, el lienzo de formato análogo con San Pedro liberado de la cárcel.
La presencia de la fecha “1632” (que ha quedado confirmada tras la restauración realizada con motivo de las exposiciones de 1992), hace de esta obra un documento muy relevante de la introducción en el estilo de Ribera, y consiguientemente a través de él en el ámbito napolitano, de las tendencias pictoricistas de ascendencia neovéneta , evidentes sobre todo en la zona de paisaje que hay detrás de Jacob, que sigue la estela de cuanto se iba elaborando en Roma en la segunda década del siglo; se trata de un paisaje crucial para la evolución de la cultura figurativa meridional. Por otra parte, el cuadro se sitúa por su cronología puntual como uno de los prototipos para la difusión de los temas pastoriles en la pintura naturalista de Nápoles, un asunto que hallará un intérprete específico, precisamente dentro del círculo riberesco, en el denominado Maestro del Anuncio a los Pastores.
En la figura de Jacob, cuya postura vuelve a emplearse en el San José y el Niño Jesús del Prado, podemos reconocer un modelo masculino que Ribera utiliza varias veces, por ejemplo en el Santiago el Mayor del Museo de Bellas Artes de Sevilla.
El éxito de la pintura queda demostrado por un buen número de copias antiguas: podemos señalar la de la colección del conde de Derby en Knowsley Hall, la del Museo Nacional de San Carlos de Ciudad de México y la de la Galleria Nazionale de Cosenza.
Una variante autógrafa, aunque mutilada, de la composición, datada en 1638, se conserva en los almacenes de la National Gallery de Londres, cuya imagen íntegrapodemos ver en una réplica conservada en el Museo Cerralbo de Madrid.
Fuente: Giuseppe Porzio, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Esta excepcional obra maestra del arte suntuario del siglo XVII, antes considerada un modelo preparatorio para el relieve marmóreo de Alessandro Algardi en la Basílica de San Pedro de Roma, fue analizada por Jennifer Montagu en un artículo fundamental en 1971, en el que fueron aclarados todos los aspectos, tanto históricos como materiales, que habían llevado a su realización.
En 1646, la Reverenda Fábrica de San Pedro encargó a Algardi la monumental pala para el altar de San León Magno, la única ejecutada durante el pontificado de Inocencio X. Esculpida con amplia intervención de sus discípulos Domenico Guidi (1625-1701) y Ercole Ferrata, la obra fue concluida en el verano de 1653. Alessandro Algardi moriría un año después, Inocencio X algunos meses más tarde, en enero de 1655. Ya en tiempos de Alejandro VII, entre 1657 y 1659, el cardenal Francesco Barberini, encargó esta reducción en plata del relieve de Algardi como regalo para Felipe IV. Otras obras importantes fueron enviadas a Madrid por Francesco en aquellos años, pero ninguna de ellas era comparable a este tour de force de la orfebrería barroca italiana, en cuya ejecución participaron los mayores protagonistas del arte romano de la época. La excepcionalidad de la obra no escapó a las fuentes contemporáneas. Filippo Baldinucci añadía: “Un bellísimo modelo, de pequeñas dimensiones, de arcilla, había hecho el Ferrata de la maravillosa tabla del Atila de San Pedro, el cual, una vez terminado, fue fundido en plata, para enviarse fuera de Italia”. A pesar de que la obra maestra había viajado a Madrid tantos años antes, en Italia se mantenía el eco de su importancia. El testimonio de Baldinucci ha sido plenamente confirmado por los documentos Barberini publicados por Montagu, que demuestran como Ferrata supervisaba el trabajo de los artesanos de la obra por cuenta del cardenal Francesco. Este demostró estar a la altura de la gran tradición de patronazgo por la que los Barberini serían célebres, dirigiéndose precisamente a un alumno de Algardi para realizar una copia de su obra maestra, reconociendo a Ferrata, más que a Guidi, como el heredero más fiel del maestro
Además, la pieza enviada a Madrid no fue solamente una valiosa reducción en plata del relieve de Algardi, sino una auténtica réplica de todo el altar de San León Magno, pensada, evidentemente, para funcionar como altar privado de Felipe IV en su capilla del Palacio Real de Madrid. Y también para el marco que debía encuadrar la escena en plata, el cardenal Francesco se dirigió a un artista de primera fila: el pintor y arquitecto Pietro da Cortona. La intervención de este último en la empresa, no mencionada por las fuentes de la literatura artística, es sin embargo testimoniada por los documentos, según los cuales los leones en la parte inferior y el mascarón habían sido realizados “conforme il volere del Sr. Pietro”: mediante un preciso análisis estilístico Montagu ha podido establecer como Berrettini fue responsable de todo el diseño del marco, muy diferente al del altar en San Pedro. Aunque la obra del Palacio Real de Madrid es hoy día citada como obra de Ferrata; es probable -de acuerdo con el testimonio de Baldinucci- que Cortona desempeñase un papel director en este pequeño, pero refinado, “cantiere” de la Roma barroca. Por otro lado, Ferrata, a diferencia precisamente de Cortona y sobre todo de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), no llegó jamás a asumir encargos de ese tipo, es decir, a llevar las riendas de empresas colectivas en las que otros especialistas trabajaban bajo su dirección. También los documentos, por lo demás, demuestran como Berrettini se ocupó, en primera persona, de las cuentas de todos los gastos efectuados.
De la descripción del pequeño altar en los inventarios españoles se desprende que, en origen, en la base donde ahora se encuentra una pieza rectangular de calcedonia, había una inscripción que rezaba: “Pax Christiana suviecit”, después retirada. En 1686 el tema del relieve venía mencionado asimismo como“una storia di Pace cristiana”. Es posible, entonces, que este regalo hubiese sido pensado también para favorecer la paz entre Francia y España que sería firmada efectivamente poco tiempo después, en noviembre de 1659 (Paz de los Pirineos). Inocencio X, por otro lado, había sido abiertamente filoespañol, y quizá la elección del cardenal Francesco, que a través de estos regalos diplomáticos se reconciliaba con Felipe IV, tenía precisamente la función de presentarse con una nueva apariencia, y no la de un hombre ligado a Francia. También los dos leones dorados situados en la base del marco, elementos ausentes en el altar de San Pedro, y que no eran animales heráldicos propios ni de la familia Barberini (abejas) ni de los Chigi, la familia del pontífice reinante, podían haber sido incluidos teniendo en mente el destino español de la pieza.
Fuente: Andrea Bacchi, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Asignado alternativamente a Caravaggio(1571-1610) y a Guercino(1591-1666) en los inventarios de la colección del infante don Luis de Borbón del palacio de Boadilla del Monte, y atribuido después a los hermanos Francesco (1612-1656) y Cesare Fracanzano (h. 1605-1651), el lienzo se ha vinculado recientemente con el nombre de Filippo Vitale (h. 1585-1650), pintor napolitano de antigua formación naturalista, activo a partir de la segunda década del Seicento, aunque la pintura no tiene nada del empaste coriáceo y de la inconfundible gravedad de figuración del artista napolitano.
Desde el punto de vista del estilo, esta bellísima composición manifiesta sin duda una cultura más avanzada respecto del lenguaje de los primeros seguidores de Caravaggio, y no necesariamente napolitana; su naturalismo, atenuado por una configuración pictórica fluida y ya “barroca”, está mucho más próximo en todo caso al de un Pier Francesco Mola (1612-1666).
Estas características y remisiones al medio romano podrían coincidir con una fase primitiva del poco conocido Louis Cousin, figura destacada de la comunidad de artistas nórdicos activos en Roma en el segundo cuarto del Seicento, que en un determinado momento tuvo que ver también con Nápoles.
En cuanto a la atribución del lienzo madrileño, me parece que sus poderosos protagonistas tienen un parecido plausible, incluso por una cuestión cronológica, precisamente con las monumentales figuras envueltas en sus capas pluviales del lienzo de Pozzuoli. Esto no es más que una hipótesis por el momento, pero es deseable que nuevos y más sólidos elementos puedan sacar cuanto antes del anonimato un cuadro de tan alta calidad.
Fuente: Giuseppe Porzio, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
La iconografía de esta pintura monumental, expresión de un culto muy difundido en la época postridentina, especialmente en España y en los territorios virreinales, tiene su origen en la impresión suscitada por el descubrimiento por parte del sacerdote de Cefalú, Antonio del Duca (o Lo Duca), en 1516, de los restos de una antigua decoración mural en la iglesia de Sant’Angelo al Cassero en Palermo, hoy nuevamente perdida. El fresco, dividido en tres registros correspondientes a los tres órdenes jerárquicos de los seres angélicos, representaba por primera vez en la banda inferior, además de a San Miguel, san Gabriel y san Rafael, mencionados por las fuentes bíblicas, otros cuatro arcángeles conocidos solo por la tradición extracanónica ,todos identificados por inscripciones y por atributos específicos. Fundamental para la codificación del tema, acogido por las jerarquías católicas con reservas y cambios de opinión, debió ser sin duda el volumen Septem principum angelorum orationes del propio Del Duca. Del grabado que aparece en el folio 5r, de hecho, parece depender la estampa, más conocida, de HieronymusWierix (1553-1619), a menudo considerada como el modelo decisivo para el esquema adoptado en la pintura examinada En realidad esta última, dada la ausencia del registro superior con la Trinidad y las otras figuras celestiales, parece remitir directamente a la imagen del libro de Del Duca, del que copia con sustancial fidelidad la secuencia y las posturas de los ángeles, alejándose principalmente por la omisión de la figura de Satanás a los pies de san Miguel, así como por la inversión de las posturas de Jehudiel y Sealtiel.
La fortuna crítica de la gran tela madrileña a favor del napolitano Massimo Stanzione, se ha ajustado después al nombre de su alumno de Irpinia Francesco Guarino—o más correctamente Guarini— (1611-1654), una referencia acogida también en las respectivas monografías de Schütze y Willette, y de Lattuada.
Entre las razones de tal cambio en la atribución, más allá de la sutil línea divisoria que a menudo separa la mano de los dos artistas, ha pesado también la presencia en Solofra, es decir, en la tierra de Guarino, de relevantes testimonios figurativos del tema de los siete arcángeles: sobre el altar de la colegiata, por debajo del retablo de Giovan Bernardo Lama con La Coronación de la Virgen María, de 1594, está precisamente ocupada por siete ángeles.
En realidad, tales argumentos no parecen nada convincentes si nos atenemos al estilo, considerando además que en Nápoles no faltan documentos pictóricos similares, incluso en el ámbito del propio Stanzione.
En defensa de la paternidad de Stanzione, que parece indiscutible, basta citar como comparación, al menos, las dos alegorías de la Elocuenciay de la Poesía, que resultan en sus tipos fisonómicos, en las morfologías anatómicas, en el dibujo de los plegados y en la preparación pictórica con los otros rostros femeninos que se le vinculan como superponibles a las facciones del arcángel Uriel.
Si en el corpus documental de Stanzione no se pueden indicar elementos que permitan definir las circunstancias de ejecución de la obra (una de las más exigentes realizadas por el maestro), parece posible que esta se realizara para la actual sede, desde el momento en que el culto medieval a los ángeles apocalípticos marca todos los ambientes de mayor representatividad del convento y de la iglesia. De cualquier modo, el resalte plástico de los cuerpos, subrayado por el oscuro empaste de las sombras, es característico de una fase más bien antigua del pintor, situada probablemente todavía en la tercera década del Seicento.
Fuente: Giuseppe Porzio, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Estos dos magníficos bustos son las primeras esculturas documentadas realizadas por el ingeniero austriaco Johann Bernhard Fischer von Erlach durante su etapa romana para el que había sido embajador ante la Santa Sede y entonces virrey en Nápoles, don Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio (1629-1687).
Representan la imagen de dos mujeres fuertes (querelle des femmes), fenómeno que se estaba produciendo en la Edad Moderna en relación con el proceso de reevaluación del papel de las mujeres en la esfera pública, motivado por la presencia de mujeres reales en el ejercicio del poder, como las reinas regentes de Francia, María de Medicis y Ana de Austria y, en España, de Mariana de Austria, regente durante la minoría de edad de Carlos II.
Semíramis fue una ambiciosa reina de la antigua Asiria. Según la historia que nos narra Diodoro Sículo, fue criada por palomas y cuando murió ascendió al cielo en forma de esta ave para ser divinizada; de hecho, su nombre significa “que viene de las palomas”. Iconográficamente suele aparecer con la paloma, además de con un mechón despeinado, en alusión a un legendario episodio en el que, mientras estaba siendo peinada por una de sus damas, irrumpió en la habitación un mensajero con la fatídica noticia de que uno de sus reinos se había revelado; la reina decidió entonces que no terminaría su trenza hasta no haber reducido al pueblo sublevado. En el busto que ahora contemplamos se aprecian ambos símbolos.
Pentesilea era reina de las amazonas e hija de Ares. Iconográficamente las amazonas solían aparecer representadas con un solo pecho, ya que se cortaban o cauterizaban el otro —de ahí su posible etimología “a-mazon”, que significa “sin pecho”—, para poder tirar mejor con el arco, además de con una grulla sobre el morrión. Según los bestiarios medievales, las grullas eran aves que viajaban con rapidez en auténtica formación militar siguiendo a un guía. Por la noche establecían una atenta vigilancia y nunca abandonaban su puesto, por lo que se las identifica con la imagen del perfecto estratega y guerrero. En el busto, la amazona aparece sin uno de los pechos, además de con un penacho en el morrión en alusión a la grulla.
Estas dos esculturas, que hasta ahora se creían representaciones de Minerva y de Juno, aparecen identificadas por primera vez con estas dos reinas en 1687, en la relación de envíos a Madrid de parte de la colección que el VII marqués del Carpio había formado en Italia. Entonces se las atribuía por primera vez a Fischer von Erlach.
Fischer von Erlach se formó en Roma con Filippo Schor (1646-h. 1701), al servicio del marqués del Carpio. Desconocemos el momento en que las esculturas ingresaron en las colecciones del marqués. De acuerdo con el significado implícito asociado a la representación de estas dos mujeres fuertes, es inevitable relacionarlas con dos soberanas contemporáneas a Carpio: Cristina de Suecia y Mariana de Austria.
En el primer caso, Fischer había estado directamente relacionado con los círculos artísticos en torno a la soberana. Esta podría haber encargado al artista estos bustos, que habrían sido objeto de regalo con motivo de la visita que hizo al nuevo virrey en Nápoles.
La segunda reina a la que es obligado referirse es Mariana de Austria. Precisamente, en el mismo barco en que Carpio envió las esculturas a Españase registraban varios cuadros de Giordano encargados para la reina madre, entre ellos, curiosamente, uno de Semíramis a caballo y otro de La batalla de las Amazonas.
Sin embargo, no las encontramos explícitamente citadas en la testamentaría de Carlos II y no aparecen así reconocidas hasta el inventario redactado a la muerte de Carlos III en 1794, donde se las menciona en la pieza séptima del palacio de San Ildefonso. Además, la presencia del aspa de la cruz de san Andrés, alusiva a las colecciones de Felipe V, en ambos bustos nos permite relacionarlos con la compra de varias esculturas de las colecciones de Carpio por parte de los nuevos monarcas Borbones, para decorar el palacio de San Ildefonso.
Posiblemente, el traslado a Aranjuez se produjo durante el reinado de Carlos IV, al ser uno de los lugares de recreo predilectos del monarca.
Fuente: Leticia de Frutos, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El asunto y disposición de las obras en estudio permite pensar que fueron realizadas en pendant, o quizás que formasen parte de una serie de Cabezas de las que solo se conocen hoy estos dos ejemplos. El formato octogonal resulta por lo demás bastante inusual para representaciones similares, por lo que es muy probable que las pinturas, inicialmente en formato de“tela da testa” (65 x 45 cm aproximadamente) hubiesen sido recortadas más tarde para adaptarlas a las nuevas exigencias de los comitentes.
Retrocediendo unos cuantos años, encontramos ambas obras colgadas en la sala de Durero de la Casita del Príncipe en 1929,año en que aparecen retratadas. Antes de esta fecha, nuestros lienzos están documentados en el inventario de Vicente Poleró y Toledo (1857) con una atribución correcta a Giovanni Baglione.
Las pinturas no constan, sin embargo, en la relación de bienes de Carlos IV, a cuya voluntad se debe la construcción de la Casita del Príncipe. Si tenemos en cuenta que los números de inventario de las obras expuestas en la Casita de El Escorial y en el Palacio Real de Madrid comenzaron a ser anotados a partir de 1787, parece probable que la incorporación de los dos lienzos de Baglione a las Colecciones Reales se feche en un momento algo posterior.
Las dos Cabezas en cuestión no son, de hecho, iconográficamente asimilables a los retratos de “belle donne”que gozaron de amplia fortuna en Europa desde la segunda mitad del siglo XVI hasta el siglo XVIII, retratadas de frente por lo general. El rostro de perfil sugiere por contrauna cercanía a las medallas antiguas, por lo que más que de retratos podría tratarse de imágenes ideales o de antiguas damas ilustres, las cuales completaban a veces las mucho más difundidas series masculinas.
La producción de Baglione para los Gonzaga es bien conocida desde comienzos de la segunda década del Seicento. En efecto, el artista se trasladó por voluntad del duque Ferdinando Gonzaga a Mantua, donde estuvo activo entre el otoño de 1621 y finales de 1622. Las obras que comentamos parecen corresponder estilísticamente a este momento del itinerario del pintor, sobre todo si las comparamos con las Musas de Arrás, pintadas sin duda a principios de los años veinte del Seicento. Estos datos, amén de apoyar la atribución a Baglione, sugieren también la adscripción de las obras a la producción del artista de principios de la tercera década del Seicento.
Fuente: Maria Cristina Terzaghi, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El asunto y disposición de las obras en estudio permite pensar que fueron realizadas en pendant, o quizás que formasen parte de una serie de Cabezas de las que solo se conocen hoy estos dos ejemplos. El formato octogonal resulta por lo demás bastante inusual para representaciones similares, por lo que es muy probable que las pinturas, inicialmente en formato de“tela da testa” (65 x 45 cm aproximadamente) hubiesen sido recortadas más tarde para adaptarlas a las nuevas exigencias de los comitentes.
Retrocediendo unos cuantos años, encontramos ambas obras colgadas en la sala de Durero de la Casita del Príncipe en 1929,año en que aparecen retratadas. Antes de esta fecha, nuestros lienzos están documentados en el inventario de Vicente Poleró y Toledo (1857) con una atribución correcta a Giovanni Baglione.
Las pinturas no constan, sin embargo, en la relación de bienes de Carlos IV, a cuya voluntad se debe la construcción de la Casita del Príncipe. Si tenemos en cuenta que los números de inventario de las obras expuestas en la Casita de El Escorial y en el Palacio Real de Madrid comenzaron a ser anotados a partir de 1787, parece probable que la incorporación de los dos lienzos de Baglione a las Colecciones Reales se feche en un momento algo posterior.
Las dos Cabezas en cuestión no son, de hecho, iconográficamente asimilables a los retratos de “belle donne”que gozaron de amplia fortuna en Europa desde la segunda mitad del siglo XVI hasta el siglo XVIII, retratadas de frente por lo general. El rostro de perfil sugiere por contrauna cercanía a las medallas antiguas, por lo que más que de retratos podría tratarse de imágenes ideales o de antiguas damas ilustres, las cuales completaban a veces las mucho más difundidas series masculinas.
La producción de Baglione para los Gonzaga es bien conocida desde comienzos de la segunda década del Seicento. En efecto, el artista se trasladó por voluntad del duque Ferdinando Gonzaga a Mantua, donde estuvo activo entre el otoño de 1621 y finales de 1622. Las obras que comentamos parecen corresponder estilísticamente a este momento del itinerario del pintor, sobre todo si las comparamos con las Musas de Arrás, pintadas sin duda a principios de los años veinte del Seicento. Estos datos, amén de apoyar la atribución a Baglione, sugieren también la adscripción de las obras a la producción del artista de principios de la tercera década del Seicento.
Fuente: Maria Cristina Terzaghi, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Este deslumbrante relieve de bronce dorado sobre fondo de lapislázuli fue considerado por María Jesús Herrero Sanz obra de anónimo italiano, señalando genéricamente que había sido atribuido a Foggini en alguna ocasión,y lo asigna a Carlo Monaldi (1683-1760) en el catálogo de la colección de bronces de Patrimonio Nacional.
Sin conocer el bronce del Palacio Real, Riccardo Spinelli ha atribuido a Foggini, auténtico regista de la Florencia de Cosme III, un relieve oval en estuco en colección particular, que relaciona con la obra del Bargello.
La atribución a Foggini del relieve en colección particular es muy convincente: el rostro de María, el modelado de sus manos y el dibujo de los pliegues de sus mangas se encuentran en el relieve de mármol de la Adoración de los pastores del Hermitage, obra juvenil que una carta fecha con exactitud en 1674.
Las obras citadas parecen derivar de una misma composición, que varía en el relieve español porque reduce a dos los querubines y presenta un san José diferente, para cuya figura se realizó un molde independiente. Esta modificación y las asas rococó del marco, también adscribible a Foggini, proporciona elementos para fechar la obra con posterioridad a 1679. Por lo demás, las concordancias estilísticas del santo con otros tipos de Foggini no ayudan demasiado a fechar la pieza, pues si su rostro remite al de Dios Padre en el bronce de la Crucifixión de Palacio Pitti fechado en 1677, también recuerda al del personaje barbado en la pala de mármol de la Aparición de María a san Andrés Corsini de la Cappella Corsini en la iglesia de Santa Maria del Carmine de Florencia, que la documentación sitúa entre 1676 y 1683.
Fuente: Gonzalo Redín, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Esta espléndida lámina representa el episodio narrado en los Hechos apócrifos de los apóstoles en el que el apóstol se arrodilla adorando la cruz a la que fue atado para prolongar su agonía, que duró tres días, en los que continuó predicando hasta su muerte.
La pintura repite, aunque invertida, la composición del cuadro del mismo tema pintado por Francesco Albani en la capilla Gozzadini de la basílica de Santa Maria dei Servi de Bolonia terminada en diciembre de 1641. Como corresponde a una pieza portátil de carácter privado (el cobre mide apenas 22 cm de alto), la comparación con el lienzo está condicionada por la enorme diferencia de formatos.
La influencia de Carracci (1560-1609) se manifiesta nítidamente en los tipos de Albani, que fue su discípulo en Roma. La túnica del niño parece derivar del Ángel de la guarda pintado en una de las puertas laterales del retablo portátil de Farnese en la Galleria Barberini, concebido por Carracci y realizado hacia 1603-1605 por alguno de sus colaboradores; mientras que la anatomía del torso de san Andrés remite al Cristo de la Piedad de Albani en el Musée du Louvre.
Sin embargo, la factura de la obra de Patrimonio Nacional está muy lejos de las pinceladas sueltas de los laterales del retablito o de las notas derivadas de Correggio (h. 1489-1534) de las primerísimas obras de Albani. Por el contrario, su ejecución esmerada e insistida se evidencia en el prolijo acabado de la barba y del rostro del apóstol, o en los sutiles resplandores de la luz sobre las armaduras de los soldados.
Cabe pensar, por ello, que la obra habría sido pintada más tarde, a comienzos de la segunda década del siglo en Roma, como parecen señalar la comparación del plegado de la túnica del santo con el plisado del manto de Júpiter en el fresco del Palazzo Giustiniani de BassanoRomano, realizado entre 1609 y 1610. Sin embargo, la neorrafaelesca lámina, que cita al jinete y el estandarte del Pasmo de Sicilia de Rafael (1483-1520), no muestra la característica suavidad de colorido del pintor, lo que plantea dudas sobre su colocación en la producción de Albani, que esperamos sean resueltas por los especialistas.
Fuente: Gonzalo Redín, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El asunto representa el episodio milagroso que es causa de la institución de la indulgencia plenaria conocida como “Perdón de Asís”: para huir de las tentaciones del demonio, san Francisco se lanza, despojándose de la túnica, a una zarza de espinas que de improviso se transforman en rosas.
El tema reaparece varias veces en el catálogo de Ribera: por ejemplo, en un lienzo antes en la Colección De Biase de Nápoles y reaparecido en el mercado anticuario a mediados de los años ochenta; y también en la versión firmada de la Gemälde galerie Alte Meister de Dresde, emparejado precisamente con un San Pedro liberado de la cárcel datado en 1642. Injustamente rebajados a obras de taller o del círculo de Ribera, estos dos óleos han sido relacionados con el pendant de la colección de Manuel de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterrey y antiguo virrey de Nápoles, documentado en 1653a la muerte del noble.
En cuanto al ejemplar de El Pardo, señalado ya en 1976 con una referencia correcta a Ribera, este fue estudiado solo en 1984 por Nicola Spinosa. Según lo referido sucesivamente por el propio estudioso, el lienzo entró a formar parte de las Colecciones Reales en 1848 procedente de la célebre colección del marqués de Salamanca, que a su vez se lo había comprado a la duquesa de San Fernando de Quiroga, heredera del infante don Luis de Borbón.
El aspecto más discutido hasta ahora en el estudio de la pintura ha sido el cronológico, pues se observan en el San Francisco vínculos con otros cuadros que abarcan un período de tiempo bastante largo. Puede compararse con la Virgen con el Niño y san Bruno, ahora en la Gemäldegalerie de Berlín; o bien con el cuerpo lívido de Cristo muerto y las cabezas de los querubines de La Trinidad del Prado; o también en el Apolo y Marsias en la versión de los Musées Royaux des Beaux-Arts de Belgique, de 1637, donde puede verse la misma invención del ángel que se aparece al santo de Asís en la figura del dios griego que desuella al sátiro.
En este entramado de remisiones, parece que tienen mayor peso los puntos de contacto, por concepción y compacidad naturalista, con una obra como La Trinidad, por lo que una datación a comienzos de la tercera década del siglo XVII parece por el momento la hipótesis más plausible.
En la iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid se conserva, en depósito del Museo del Prado desde 1883, una modesta copia de la composición.
Fuente: Erich Schleier, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
No sabemos cuándo ni dónde adquirió el infante don Luis de Borbón estos dos cuadros. Hace solo diez años, en 2005, fueron reconocidos como obras del pintor lorenés Charles Mellin, que trabajó en Roma a partir de 1620. En un simposio celebrado en Ajaccio en 2005, Sophie Domínguez-Fuentes leyó la ponencia “La dispersion de la collection de l’infant Don Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio” y proyectó los dos cuadros como copias de Ludovico Carracci (1555-1619). Entre los asistentes se encontraban Didier Rykner y Olivier Bonfait, quienes reconocieron la mano de Mellin. Antes de que la ponencia se publicara ambos lienzos fueron solicitados para la exposición sobre Charles Mellin en Nancy y Caen de 2007, comisariada por Philippe Malgouyres, quien en su ficha reconocía que cuando escribió sus textos no había visto el San Lorenzo del Escorial. Extrañamente antes de la limpieza, hecha en 2002, la mediocre imagen del San Lorenzo, Malgouyres no logró descubrir ningún atributo, y por lo tanto puso en duda la identificación con ese santo, mientras que al otro diácono lo identificó provisionalmente con el oscuro san Abundio.
Cuando recientemente recibí excelentes imágenes de ambos cuadros, en el oscuro ángulo inferior izquierdo del San Lorenzo pude distinguir con claridad, a pesar de estar en sombra, la parrilla apoyada en la pared. Así pues, san Lorenzo está identificado por su atributo. Es lo más seguro que el segundo diácono, casi del mismo tamaño (hay una diferencia de altura de 10 centímetros), sea San Esteban, el protomártir. Las gruesas piedras pardas en las que descansa el gran libro abierto recordarían las que se emplearon para lapidarle. Pese a la pequeña diferencia de tamaño, es de suponer que las dos pinturas se concibieran como pareja. El San Esteban recibe la iluminación por la derecha y el San Lorenzo por la izquierda.
Francisco Calvo Serraller data ambas obras hacia 1630 y Malgouyres las sitúa en la primera mitad de la década de 1630, entre 1630 y 1635, en plena madurez de Mellin en Roma. Esos cinco años son los de la adscripción de Mellin a la “fase neovéneta” de la pintura romana hacia 1630 —inspirada por la presencia de las primeras Bacanales de Tiziano (h. 1489-1576) en la colección Ludovisi—, fase en la que participaron la mayoría de los pintores de Roma.
Mellin muestra a los dos diáconos en tamaño natural, desde un punto de vista bajo, mirando al cielo, lo que les presta un carácter y una actitud casi heroicos. Esa solemnidad está realzada por el fuerte colorido local de sus lujosas dalmáticas, que es particularmente intenso y destacado en la figura de san Esteban. Era la primera vez que Mellin tenía ocasión de pintar una figura aislada con una vestidura de llamativo color rojo (Malgouyres lo llama frambuesa) sobre el alba blanca y el amito en torno al cuello.
El San Lorenzo está ejecutado con una factura algo más blanda y suelta, más templada; la ornamentación en amarillo dorado de la vestidura de brocado rojo produce una impresión más diferenciada.
Finalmente hay que mencionar las dos variantes del San Lorenzo. La de Valenciennes, que es casi del mismo tamaño, representa al santo como san Esteban, con el incensario depositado en el muro de la derecha. He de confesar que, al ver esta pintura en 2007, en Nancy y más tarde en Caen, mi impresión nítida y firme fue que era una copia posterior. Por otro lado, la versión en media figura, en la que también se representa al santo como san Esteban pero sin incensario, es de muy alta calidad y sin duda autógrafa.
Fuente: Erich Schleier, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Estos dos magníficos bustos son las primeras esculturas documentadas realizadas por el ingeniero austriaco Johann Bernhard Fischer von Erlach durante su etapa romana para el que había sido embajador ante la Santa Sede y entonces virrey en Nápoles, don Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio (1629-1687).
Representan la imagen de dos mujeres fuertes (querelle des femmes), fenómeno que se estaba produciendo en la Edad Moderna en relación con el proceso de reevaluación del papel de las mujeres en la esfera pública, motivado por la presencia de mujeres reales en el ejercicio del poder, como las reinas regentes de Francia, María de Medicis y Ana de Austria y, en España, de Mariana de Austria, regente durante la minoría de edad de Carlos II.
Semíramis fue una ambiciosa reina de la antigua Asiria. Según la historia que nos narra Diodoro Sículo, fue criada por palomas y cuando murió ascendió al cielo en forma de esta ave para ser divinizada; de hecho, su nombre significa “que viene de las palomas”. Iconográficamente suele aparecer con la paloma, además de con un mechón despeinado, en alusión a un legendario episodio en el que, mientras estaba siendo peinada por una de sus damas, irrumpió en la habitación un mensajero con la fatídica noticia de que uno de sus reinos se había revelado; la reina decidió entonces que no terminaría su trenza hasta no haber reducido al pueblo sublevado. En el busto que ahora contemplamos se aprecian ambos símbolos.
Pentesilea era reina de las amazonas e hija de Ares. Iconográficamente las amazonas solían aparecer representadas con un solo pecho, ya que se cortaban o cauterizaban el otro —de ahí su posible etimología “a-mazon”, que significa “sin pecho”—, para poder tirar mejor con el arco, además de con una grulla sobre el morrión. Según los bestiarios medievales, las grullas eran aves que viajaban con rapidez en auténtica formación militar siguiendo a un guía. Por la noche establecían una atenta vigilancia y nunca abandonaban su puesto, por lo que se las identifica con la imagen del perfecto estratega y guerrero. En el busto, la amazona aparece sin uno de los pechos, además de con un penacho en el morrión en alusión a la grulla.
Estas dos esculturas, que hasta ahora se creían representaciones de Minerva y de Juno, aparecen identificadas por primera vez con estas dos reinas en 1687, en la relación de envíos a Madrid de parte de la colección que el VII marqués del Carpio había formado en Italia. Entonces se las atribuía por primera vez a Fischer von Erlach.
Fischer von Erlach se formó en Roma con Filippo Schor (1646-h. 1701), al servicio del marqués del Carpio. Desconocemos el momento en que las esculturas ingresaron en las colecciones del marqués. De acuerdo con el significado implícito asociado a la representación de estas dos mujeres fuertes, es inevitable relacionarlas con dos soberanas contemporáneas a Carpio: Cristina de Suecia y Mariana de Austria.
En el primer caso, Fischer había estado directamente relacionado con los círculos artísticos en torno a la soberana. Esta podría haber encargado al artista estos bustos, que habrían sido objeto de regalo con motivo de la visita que hizo al nuevo virrey en Nápoles.
La segunda reina a la que es obligado referirse es Mariana de Austria. Precisamente, en el mismo barco en que Carpio envió las esculturas a Españase registraban varios cuadros de Giordano encargados para la reina madre, entre ellos, curiosamente, uno de Semíramis a caballo y otro de La batalla de las Amazonas.
Sin embargo, no las encontramos explícitamente citadas en la testamentaría de Carlos II y no aparecen así reconocidas hasta el inventario redactado a la muerte de Carlos III en 1794, donde se las menciona en la pieza séptima del palacio de San Ildefonso. Además, la presencia del aspa de la cruz de san Andrés, alusiva a las colecciones de Felipe V, en ambos bustos nos permite relacionarlos con la compra de varias esculturas de las colecciones de Carpio por parte de los nuevos monarcas Borbones, para decorar el palacio de San Ildefonso.
Posiblemente, el traslado a Aranjuez se produjo durante el reinado de Carlos IV, al ser uno de los lugares de recreo predilectos del monarca.
Fuente: Leticia de Frutos, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Mientras cabalga camino de Damasco, Saulo, que hasta aquel momento se había distinguido por la ferocidad con la que había perseguido a los cristianos, queda deslumbrado por una luz inesperada que le derriba y le ciega, mientras desde las alturas escucha la voz de Cristo que le reprende. El episodio, bien conocido (Hechos de los Apóstoles) es recogido en su clímax, con Saulo lanzado al suelo por el caballo que se enfurece y alza hacia el cielo la boca espumante. Sin embargo, si los Hechos de los Apóstoles refieren la presencia de una nutrida escolta de soldados, en la pintura no encuentran cabida otras figuras, solamente el caballo y el santo, al que la caída le ha hecho perder el escudo, mientras un pequeño resquicio de luz entre las nubes alude al resplandor divino.
Esta pintura sorprendente, hasta ahora conservada en una sede poco accesible, ha sido meritoriamente reconocida como obra de Guido Reni por Gonzalo. Esta es descrita puntualmente en el inventario de 1633 de los cuadros conservados en la Villa Ludovisi en Roma, en donde viene indicada también su exacta paternidad. En la rica colección del cardenal Ludovico Ludovisi (1595-1632) habían confluido también algunas pinturas antes propiedad de su tío Gregorio XV (1621-1623). No sabemos, sin embargo, cuándo se había producido la entrada del cuadro de Reni, del que no hay ninguna huella en el inventario precedente redactado en 1623. A la muerte de Ludovico, la villa y las pinturas que conservaba pasaron a Nicolò Ludovisi (1610-1664), príncipe de Venosa, que en 1637 donó a Felipe IV diversas obras.
Se puede, quizá, pensar, como sugiere Redín, que el cuadro de Reni haya llegado a Madrid en el período de interregno acaecido a la muerte de Felipe IV (septiembre de 1665) y que por tal motivo haya pasado inobservado, hasta tal punto que en el año 1681, cuando fue inventariado por primera vez, la noticia de su autor ya se había perdido.
La Conversión de Saulo constituye, por lo demás, una obra maestra de Guido Reni y su conocimiento es de particular importancia para la reconstrucción de su actividad. Si los documentos que conocemos no nos informan sobre su encargo, el examen de sus componentes estilísticos permite establecer la fecha de ejecución en torno al año 1620. Se sabe, por lo demás, que, de regreso a Roma después de su desafortunada experiencia napolitana, Reni trabajó al servicio del cardenal Ludovisi, que en 1621 le pagó cien escudos por dos pinturas de temática, desafortunadamente, no especificada, una de las cuales podría ser esta. Guido ya había emprendido una profunda reflexión sobre el tema de la figura humana, prestando una particular atención al estudio del natural, aspirando a conferir un aspecto heroico al desnudo masculino. Para la Conversión de Saulo no han sido encontrados dibujos preparatorios, pero la figura del santo, con el busto acortado y las piernas separadas a compás, denota un estudio análogo del natural a partir de un modelo en pose.
A pesar de esto, el resultado conseguido de ninguna manera es naturalístico, ya que, pasando de los dibujos preparatorios a la pintura, Guido obra una transposición de la imagen sobre un plano ideal, gracias a la corrección de las proporciones anatómicas (se advierte la cabeza demasiado pequeña respecto a los miembros, alargados antinaturalmente), a la buscada artificiosidad de la pose y, sobre todo, al irrealismo de la gama cromática, en este caso centrada sobre la nota lúcida del amarillo de la loriga, que contrasta con el rojo de la capa y el verde de la túnica. En relación con el episodio sacro, la figura de Saulo es golpeada por una luz violenta, mientras el resto de la composición, incluido el caballo, retrocede en una penumbra azulada. Esto consiente al pintor, del mismo modo, conferir la máxima importancia a la figura de Saulo.
Debe, no obstante, recalcarse el significado intencionadamente polémico con Caravaggio, del que Reni se había sentido profundamente impresionado con las novedades propuestas por éste, en aquel momento el pintor más aclamado de la urbe.
Se percibe bien que esta Conversión de Saulo es, de cualquier modo, una respuesta a la de Caravaggio, pronunciada a posteriori y desde la cima de un prestigio profesional que hace ya de Reni uno de los artistas más solicitados.
Se podrá notar, por ejemplo, cómo la luminosidad del fondo, rebajada pero siempre en grado de hacer emerger cada detalle individual, es un correctivo respecto al neto y dramático contraste entre luces y sombras adoptado por Caravaggio. Del cuadro de la capilla Cerasi dependen el corpiño de cuero con los flecos y la capa roja llevados por el santo, a los cuales Reni confirió, no obstante, un movimiento más elegante. Y otra vez a Caravaggio remite el rictus de dolor que contrae la boca de Saulo. Aunque fueran realizadas en clave totalmente personal, las ya citadas recuperaciones de Rafael y Parmigianino se insertan en esta operación de enmienda de la obra del antiguo rival: muchos otros y más elegidos, y no la mera transposición de lo real son los modelos a los cuales hay que referirse en la representación de un episodio de historia sagrada. Así, el caballo moteado de Caravaggio es sustituido por un corcel con el cuello elegantemente alargado, incluso por la piel de lince moteada que sirve de montura.
De este modo, Reni se reafirma, contra el naturalismo de Caravaggio, en su peculiar modo de resolver el problema principal de la pintura sacra, que para ambos consiste en expresar la presencia de lo divino en la vida humana. Mientras para Caravaggio es posible representar tal presencia exclusivamente en su efecto, Guido quiere remontarse hacia la causa. Para el primero existe solo aquello que se ve, para el segundo la verdad va, en cambio, buscada, más allá de la apariencia, en un mundo de perfección superior.
Fuente: Daniele Benati, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
El grande y maravilloso Cristo crucificado de bronce de El Escorial, que reapareció para los estudios solo en 1924, es la única figura completa de metal, autónoma y móvil, de Gian Lorenzo Bernini que ha llegado hasta nosotros, es decir, la única no sujeta a un conjunto monumental; también es la única figura que le fue encargada al artista desde el extranjero y que salió de Italia antes de 1685; y, por último, es la única estatua que en vida de Bernini se consideró no adecuada para el fin para el que había sido concebida.
Se trata también de una de las estatuas menos documentadas de toda la producción berniniana. Filippo Baldinucci afirma que, entre 1652 y 1655, Gian Lorenzo “ejecutó a instancias de Felipe IV, rey de las Españas, un gran crucifijo de bronce, que halló su lugar en la Capilla de los sepulcros del rey”. Consecuentemente, en el catálogo de la escultura de metal que sigue a la biografía aparece registrado el “Crucifijo de tamaño natural, para el altar de la Capilla real de Felipe IV en Madrid”.
Tanto la bibliografía berniniana como la escurialense consideran la obra como un regalo del papa Pamphili a Felipe IV, o a Mariana de Austria.
Por otra parte, un decisivo documento publicado por David García Cueto demuestra que el Cristo crucificado de Bernini fue pagado directamente por Felipe IV, y que zarpó de Civitavecchia con rumbo a Alicante durante la embajada del duque de Terranova, entre febrero de 1654 y junio de 1657. Tenía razón por tanto Domenico Bernini: “Felipe Cuarto rey de las Españas lo pidió, y recibió un Crucifijo de bronce grande del natural, que colocó en la gran Capilla de los sepulcros del rey…”.
No tenemos más datos sobre la cronología exacta de la obra. Algunos documentos romanos posteriores a noviembre de 1655 podrían indicar que el bronce español pudo ser fundido a lo largo de ese mismo año. Sea como fuere, en 1657 la Descripción breve del Monasterio de S. Lorenzo el Real del Escorial de Francisco de los Santos documenta que la escultura del Cristo de Tacca que presidía el Panteón de los Reyes había sido trasladada al altar de la Sacristía, siendo sustituida por un crucifijo de casi un metro y medio de altura realizado en Roma: el de Bernini. No habían pasado dos años cuando este último tuvo que ceder su puesto a un tercer crucifijo de bronce, encargado a Roma con tal fin (también por el duque de Terranova).
A día de hoy desconocemos, y tampoco podemos imaginar razonablemente, por qué fue desplazado el Cristo crucificado de Bernini para ceder su lugar a una obra de menor valía.
Baldinucci recuerda que Gian Lorenzo no dejó de interesarse por su Cristo: “Había hecho el cavaliere para Su Majestad el Rey de España el Crucifijo de bronce del que hablamos anteriormente, y otro similar [que] había fundido para sí mismo, y que lo envió como presente al cardenal Pallavicino”.
A finales de junio de 1667, el teatino Carlo Tomasi enviaba desde Roma a la esposa de Giulio I (duque de Palma di Montechiaro y futuro príncipe de Lampedusa), una obra que a su vez le había regalado Pallavicino: “un Crucifijo de cartapesta, modelo del señor Cavaliere Bernino, el cual hizo uno similar de bronce para nuestro Rey Felipe IV que ha sido cosa celebradísima para la corte de Roma, y de España”.
En el famoso Diario del papa Alejandro VII, con fecha de 1 de octubre de 1656 se lee: “don Flavio: si el Bernino hace para Nos el Crucifijo como aquel del rey de España”. Se trataba de un Cristo de bronce idéntico al de El Escorial, pero de un tercio de su altura (48 cm).
Fuente: Tomaso Montanari, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Atribuido tradicionalmente a Caravaggio (1571-1610), y después a Guercino (1591-1666) y a Pietro Testa (1611-1650), y más tarde se inventarió como «Original de Anónimo italiano, pintor». A raíz de una visita a Aranjuez el 21 de febrero de 2003 el autor de la presente ficha lo identificó como obra de Charles Le Brun.
Semejante al tema de la Pietà, habitual en el siglo XV, en el que la Virgen sostiene sobre las rodillas el cuerpo de su hijo, este de Cristo muerto llorado por ángeles encaja dentro de la sensibilidad contrarreformista del siglo XVII. Sirve de apoyo a la meditación del devoto sobre la Pasión de Cristo, cuyo cuerpo, tras el suplicio, no está rodeado de presencia humana: «Jesús solo tiene cerca de él a los ángeles. Parece que solo el cielo pueda llorar dignamente la muerte del Hijo de Dios».
El cuerpo de Cristo se halla tendido sobre un sudario blanco que cubre dos losas de piedra, de las cuales la más elevada sostiene el torso y la cabeza; el brazo derecho, doblado, cae en primer plano; y la mano reposa, como el resto del cuerpo, sobre la losa inferior. En torno a la cabeza hay dos ángeles: uno contempla el rostro de Cristo mientras eleva una esquina del sudario; el otro, retirado hacia la sombra, tiene las manos juntas y llora. El lugar parece ser una cueva —la del sepulcro de Cristo— y, a pesar de la oscuridad del fondo, se distinguen algunas hojas, una coraza y una alabarda abandonadas por los soldados romanos encargados de vigilar la tumba y que se han ausentado. El plato de metal dorado que recibe la sangre está colocado a los pies de Cristo.
La sangre de la frente, la oreja y la nariz de Cristo, mancha el paño de pureza y también, en algunas partes, el sudario, sobre todo debajo de la llaga del lado derecho; pero ha desaparecido de las manos, que han adquirido el tono violáceo de los cadáveres. La parte superior del cuerpo, desangrada, es más pálida que las piernas. En contraste con el blanco plateado y frío de la sábana, la carnación se ha tratado con un tono crema, espeso en las zonas más claras, que se atenúa y transparenta una capa oscura inferior según lo requiere el modelado y la palidez cadavérica. El rostro, caído hacia atrás, está iluminado a medias y el pincel se vuelve incisivo en los breves trazos de las luces y en el tratamiento del cabello y la barba morenos, realzados con reflejos castaños y ocre amarillo.
Esta impresionante visión de Cristo muerto, de tamaño natural, emana una sensación que se ve reforzada por el intenso contraste de sombra y luz que en su día sugirió los nombres de Caravaggio y Guercino.
El nombre de Charles Le Brun se impone. El joven pintor había sido enviado a Roma por el canciller Pierre Séguier, mediante una estancia impuesta, regresando sin su permiso a finales de 1645, finalizando en 1646, en Lyon los cuadros que había empezado en Roma para esa ciudad.
Con la influencia de Carracci, el Cristo muerto llorado por dos ángeles testimonia la experiencia romana de Le Brun, que no reniega por ello de la deuda hacia su maestro Simon Vouet (1590-1649), del que mantiene el gusto por las formas amplias, las carnaciones en blanco cremoso y el plisado del paño de pureza.
La presencia en España (hasta la fecha el único original de Le Brun) del Cristo muerto llorado por dos ángeles, plantea la cuestión de su procedencia. La hipótesis de un encargo español al pintor durante su estancia en Roma nos pareció, en un principio, atractiva. Ahora bien, el cuadro proviene de la colección de Carlos IV, con su marco característico, y no parece haber aparecido en las Colecciones Reales antes del inventario realizado a la muerte del rey en 1819: así pues, se trataría de una adquisición de este último, efectuada durante su exilio, que transcurrió en Francia (1808 a 1812) y en Roma (1812 hasta su muerte). El cuadro podría haberse adquirido en Roma, donde creemos que fue pintado, pero no puede descartarse Marsella, ciudad en la que Carlos IV vivió tres años y medio, y en la que se conserva una copia del cuadro de Aranjuez. Sean cuales sean las respuestas a estas cuestiones históricas, lo esencial es la reaparición de uno de los más bellos cuadros del joven Le Brun, una conmovedora obra maestra cuyo primer destinatario todavía no se ha identificado.
Fuente: Sylvain Laveissière, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
La pintura ha sido atribuida por quien escribe a Giovan Francesco Romanelli, autor de un dibujo para la figura de Cristo conservado en los Uffizi en el que se puede leer “Deposizione di Xro. Del Romanelli in S. Ambrogio di Roma. Monastero di Monache”. Así pues, el cuadro procede de la iglesia de Sant’Ambrogio della Massima de Roma, donde Giovanni Battista Mola lo menciona por vez primera en 1663, alojado en un retablo que atribuye a Gian Lorenzo Bernini(1598-1680) en la capilla del Crucifijo, donde estuvo al menos hasta 1810 y ya había desaparecido en 1861. No antes de 1920 fue colocado en la Capilla del Real Sitio de Aranjuez, atribuido a un anónimo español del siglo XVIII. La pintura pudo llegar a la Colección Real española por mediación del prestigioso benedictino español Rosendo Salvado, obispo de Port Victoria que tenía una excelente relación con la reina Isabel II.
Una visita apostólica de 1664 informaba de que la capilla de la iglesia romana había sido “nobilitata dalla liberalità della Sig.ra Maria Giacinta Maurelli con un quadro della depositione della Sma. Croce di N.ro Sig.re fatto dal Sig.r Giovan Francesco Romanelli”.Maurelli fue abadesa del monasterio en 1661 y Romanelli murió en 1662, por lo que la ejecución de la tela debe situarse por entonces.
La composición está definida por el triángulo formado por las dos escaleras que convergen en la cruz, sobre cuyo patibulum aparecen excepcionalmente la corona de espinas y las tenazas sujetadas por un esbirro: dos símbolos de la Pasión que aparecen casi siempre en el plano inferior de las obras que figuran este tema y que Romanelli decide colocar en lo alto para conceder todo el protagonismo al sudario que espera el cuerpo de Cristo. La composición es complicada, con el cruce de dos grandes diagonales muy evidentes: una que parte de Magdalena y culmina en el brazo izquierdo de Jesús, y otra que de Nicodemo llega hasta el personaje que sostiene el otro brazo del crucificado, nudo central del cuadro.
Se trata de un Descendimiento cuyo conmovedor silencio es roto tímidamente por san Juan y María Cleofás, mientras Nicodemo extiende, resignado, el sudario y Magdalena, rememorando su encuentro con Jesús en casa del fariseo, parece querer enjuagar con sus lágrimas sus pies.
La presentación de un cuerpo que, pese a las torturas padecidas, se presenta hermoso y poco ensangrentado, remite a los luminosos frescos pintado por Romanelli para Ana de Austria en Francia. En la tela, un modelado sutil suaviza la poderosa anatomía de Jesús en el folio de los Uffizi, que no detalla la herida del costado ni el perizoma. Jörg Martin Merz ha resaltado la maestría del pintor en este dibujo, realizado con pocos trazos pero muy seguros. Aunque en el dibujo florentino los pies, la mano y el brazo izquierdo de Jesús no han encontrado todavía su posición definitiva, Romanelli tenía en mente la composición general, pues el brazo está sin terminar a la altura de la muñeca, justo donde en la tela se sobrepone la figura de María. El papel de la Virgen en este Descendimiento es inusual: desde inicios del siglo XVI en adelante aparecerá, con pocas excepciones, desmayada de dolor a los pies de la cruz o sostenida a duras penas por las Marías. En este caso Romanelli la coloca de pie, sin asistencia alguna, junto al cuerpo sin vida de su hijo, sin derramar una sola lágrima.
Frente a la petición de instituir una fiesta dedicada al Pasmo (o desmayo) de María, el papa Julio II había pedido un informe al cardenal Tommaso de Vio, quien señaló que era un hecho no canónico, que contradecía el Evangelio de san Juan, donde simplemente se afirma que María estaba junto a la cruz (Jn 19, 25-26), opinión ya manifestada por san Ambrosio, que recordaba que el apóstol nunca había escrito que la Virgen hubiera llorado.
La sumaria factura del sudario, ajena a un artista que ya en su madurez valoraba mucho un acabado relamido de los ropajes, parece confirmarlo. El motivo de la sábana santa que Nicodemo extiende por tierra para arropar a Cristo no es común, y anuncia su posterior entierro, reforzando el sentido narrativo de la pintura. La actitud del fariseo, que sostiene un recipiente que alude a la mirra y el aloe que regaló para el embalsamamiento del cuerpo de Jesús y la mirada de Magdalena hacia el sudario que Cristo vestirá en su aparición a la santa poco después tienen la misma función.
Después de la partida de Pietro da Cortona a Florencia en 1637, Romanelli se alejó de su influencia para acercarse a Bernini. En este sentido, la tela de Aranjuez es una especie de epílogo de su trayectoria.
Fuente: Gonzalo Redín, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)
Fue Giovanni Pietro Bellori quien identificó el lienzo conservado en El Escorial con el regalo que el duque Francesco Maria II Della Rovere hizo al rey Felipe II. El historiador romano la consideraba erróneamente como la versión que Barocci pintó para la cofradía de Sant’Andrea de Pesaro por encargo de la duquesa Lucrezia d’Este. Gracias a importantes hallazgos de archivo, La vocación de san Andrés española ha sido reconocida como una réplica autógrafa de aquella primera versión, pintada por el artista entre 1584 y 1588, “aunque sin haber vuelto a ver nunca más el [cuadro] de Pesaro, para que no se pudiese decir que lo había copiado”. La obra fue enviada, por mediación de los marchantes florentinos Capponi, a El Escorialel en 1588. En 1657, el óleo, descrito de modo muy elogioso, adornaba la basílica del monasterio de San Lorenzo, colgado en el espacio situado junto al coro del prior donde se conservaban los libros de coro, mientras que en la segunda mitad del siglo XVIII este había sido trasladado a los claustros altos, donde ha permanecido hasta nuestros días. El transporte del cuadro incluía también una nota del propio Barocci con las “instrucciones del modo de ver el cuadro, es decir, las indicaciones para optimizar la percepción lumínica del lienzo. En efecto, desde los años setenta del siglo XVI, Federico prestaba especial atención a los estudios ópticos. El 12 de noviembre de 1588 la pintura había llegado ya a su destino; Bernardo Maschi, embajador del duque en Madrid, comentaba cuánto lo habían apreciado el rey y la corte, junto a algunas críticas de los “entendidos”, malévolos y envidiosos, acerca de las desproporciones del Cristo y sobre la excesiva turgencia muscular de san Andrés, las cuales irritaron sobremanera al duque Francesco Maria. Los cuatro meses que requirió el traslado del cuadro resultaron muy rentables: el hombre de confianza del duque se propuso despertar en Felipe II un creciente interés por el pintor de Urbino, cuyo éxito se manifiesta en el intento real de llamar a Barocci a España. La puntual relación disuasoria de Francesco Maria con el pintor, mediatizada por la proverbial misantropía y la quebradiza salud del artista, hizo que se desvaneciera esta posibilidad. Puede que esta serie de intervenciones coordinadas del duque, amén de la coincidencia espiritual entre el rey y Barocci, propiciara la notable presencia de sus cuadros, cuatro por lo menos, en las Colecciones Reales. La confirmación del gusto español por el artista procedía también del propio Francesco Maria, el cual, antes de enviar La vocación de san Andrés, se había preocupado de comprobar la oportunidad de su regalo consultando quizás a Diego Fernández de Córdoba, caballerizo mayor del rey: la valoración final fue que el cuadro sería “aceptadísimo” por el rey.
La elección del asunto por parte del duque se vio condicionada sin duda por su posición política filoespañola: san Andrés era el protector de los caballeros de la Orden del Toisón de Oro, cuyo collar recibió Della Rovere en 1585. Barocci cobró 400 escudos por el lienzo, pagados en cuatro plazos entre 1584 y 1586, frente a los 200 escudos de oro pagados al pintor por la primera versión pesaresa del cuadro, que se conserva actualmente en Bruselas. Podríamos pensar que el pago a Barocci por el regalo destinado a Felipe II saldaba diferentes encargos que el pintor había recibido del duque como La Natividad de la Virgen comisionada al artista ya en 1583.
Barocci saldaba aquí su deuda con la tradición figurativa roveresca, conjugando las poderosas armonías cromáticas de los pintores del renacimiento veneciano, bien documentados en las colecciones ducales, con la ordenación compositiva que adopta Rafael (1483-1520) en los cartones para los tapices destinados a la Capilla Sixtina. Frente a estos meditados precedentes, Barocci adopta en el lienzo una sintaxis compositiva más moderna. Así lo sugiere la distribución en diagonal y asimétrica de la composición, inspirada en Correggio (h. 1489-1534), pintor por el que Federico mostraba especial predilección. Este recurso le permitía componer un escenario muy articulado, amplificado por la elección de un punto de vista en altura que, aunque aplastaba un poco las figuras de los dos protagonistas principales, le permitía poner en escena una amplia visión paisajística, reflejo de los estudios del natural del pintor. Federico exhibía aquí sus calidades atmosféricas y naturalistas, que por desgracia ahora se ven fuertemente afectadas por el estado de conservación del cuadro, sometido a repetidas restauraciones a causa de los daños sufridos a lo largo de los siglos, especialmente tras un incendio: la reciente intervención ha devuelto milagrosamente al lienzo una excelente legibilidad, que revela en él amplias caídas de color e importantes intervenciones integrativas. El cuadro parece haber perdido buena parte de sus veladuras y presenta numerosos repintes, sobre todo en el cielo y en el paisaje, en las zonas perimetrales y en las figuras.
Pocas son las diferencias entre los dos ejemplares, inspirados sin duda en un mismo cartón: el menor detallismo de la versión española se ve compensado por un rico bodegón de crustáceos, que se añade a un hermoso muestrario de guijarros dispuestos en primer plano en el lienzo. Presentes en variada composición también en la versión pesaresa de la obra, en los guijarros se centra concretamente la apreciación de Raffaello Borghini, que señalaba sus “bellísimas consideraciones”, indicando así las esmeradas observaciones del natural que pone en escena Barocci. La pintura española, que sus contemporáneos consideran de mayor calidad que la de Pesaro, juicio confirmado verbalmente por John Marciari, muestra una simplificación general de los ropajes de los personajes, sobre todo los de Cristo.
Un gran número de dibujos preparatorios, casi veinte, repartidos principalmente entre el Gabinetto Disegni e Stampe degli Uffizi de Florencia, el Kupferstichkabinett de Berlín, la Royal Collection de Windsor Castle y la Graphische Sammlung de la Albertina de Viena, da prueba de la compleja redacción de la composición, modelo de una afortunada serie de copias y versiones gráficas.
Fuente: Alessandra Giannotti, en De Caravaggio a Bernini. Obras Maestras del Seicento Italiano en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)