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  • El baile del 14 de julio

    El baile del 14 de julio

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  • Privilegio B/4588

    Privilegio B/4588

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  • Nocturno urbano nº 3-90

    Nocturno urbano nº 3-90

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  • Vestido de luces

    Vestido de luces

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    Victimario

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    El cuajo 2

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  • El Sueño y la Vigilia

    El Sueño y la Vigilia

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  • Sin título, n. 128 B

    Sin título, n. 128 B

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  • Ocultamientos

    Ocultamientos

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    La Chía

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  • Fiesta en la plaza mayor de un pueblo

    Fiesta en la plaza mayor de un pueblo

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  • Fósil nº 1

    Fósil nº 1

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    Sinensis IV

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  • Toltec VII

    Toltec VII

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  • Alegoría de la Paz. Homenaje al XXV aniversario de la Constitución española de 1978

    Alegoría de la Paz

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  • Gris vertical

    Gris vertical

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  • Corazones que vuelan libres

    Corazones que vuelan libres

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  • Dora Maar 19.9.83

    Dora Maar 19.9.83

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  • Columna

    Columna

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  • Sin tener hora de ocaso

    Sin tener hora de ocaso

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  • Viene con ella a conversar la luna

    Viene con ella a conversar la luna

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  • Flor Negro

    Flor Negro

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  • Closing Down (Red)

    Closing Down (Red)

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  • Nuance

    Nuance

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  • El baile del 14 de julio
    El baile del 14 de julio
    Eduardo Arroyo, 1989 Óleo sobre lienzo, 250 x 200 cm. Patrimonio Nacional

    La peripecia vital de Arroyo, su errancia y exilio le han concedido una visión múltiple, gravitando esa heteroglosia plástica en la inquebrantable decisión de huir de la fosilización estilística. Eduardo Arroyo comprendió, hace mucho tiempo, que la salida de la agorafobia espiritual no estaba, ni mucho menos, en la entrega a la abstracción, sino que era preciso comenzar la reivindicación de la anécdota, introducirse en la contradictoria prosa de la cotidianeidad para producir intensos relatos pictóricos.

    Eduardo Arroyo estaba dispuesto a echar pulsos con quien fuera necesario, arremetiendo contra un “santoral artístico” en el que había mucho de fetichismo y, por supuesto, de ideología, esto es, de falsa conciencia de la realidad.

    Este artista ha mostrado una clara tendencia al pastiche y a la parodia, evitando, en todo momento, la patética seriedad de lo “académico”, estableciendo una ofensiva contra el culto a la personalidad, tan frecuente entre artistas. o, en otros términos, una disposición pictórica de palimpsesto, como sucede en la Suite Senefelder and Co. (1993-1996), donde su mirada funcionaba “excitada” por los rastros de las piedras litográficas ya usadas.

    Arroyo advierte que en un cuadro suele ocurrir de todo y puede pasar de todo: “En un cuadro debería haber sitio para lo literario, lo anecdótico, lo poético y, en mi caso particular, lo tragicómico”. La natural curiosidad de Eduardo Arroyo y, sobre todo, su necesidad de escapar de la rutina del lienzo le impulsan hacia otros terrenos creativos como la escultura, la cerámica, los collages, el trabajo teatral, los carteles y claro está, las técnicas tan diversas del aguafuerte, del aguatinta, del linograbado, de la serigrafía y de la litografía.

    Arroyo fue componiendo una obra en la que es decisivo el relato y saca partido de lo anecdótico, como es manifiesto en los cuadros Gugliel Motel número 5 (1972) o en El baile del 14 de julio (1989).

    Un artista como Arroyo tiene claro que nunca ha pretendido ser lo que suele llamarse, en franca redundancia, un pintor- pintor: “

    En buena medida la fuerza de las imágenes de Eduardo Arroyo está basada en la reunión de materiales heterogéneos que, sin embargo, en la composición artística no generan estridencias. Esta dialéctica artística de lo desmesurado ha propiciado los géneros mixtos “como el melodrama o la tragicomedia.

    Eduardo Arroyo ha perseguido denodadamente lo que está detrás del cuadro, su pintura de la ciudad nocturna era, en realidad, un intento de encontrar, en el seno de lo fragmentario, otra cosa, ese relato está lleno de puntos suspensivos de la misma forma que un cuadro puede ser puro claroscuro. Ha utilizado, con una maestría admirable, símbolos, citas, etiquetas, signos múltiples para contar historias El pintor no renuncia a la imaginación curiosa, exiliada, inquieta: una y otra vez aparecen los deshollinadores, los tipejos tras el telón, las sombras de la ciudad, los gatos y las botas huidizas, las moscas, el ataúd junto a la cuna, ese martirio de San Sebastián en el que las flechas también han dado en el otro blanco, esto es, en el muro desconchado.

    Mientras en Gugliel Motel número 5 compone una alegoría, soterradamente humorista, en la que el paisaje nevado funciona como escenario para elementos “heterogéneos” como un perro o la manzana que alude a Guillermo Tell, en El baile del 14 de Julio una pareja se abraza junto a una farola en la calle, el deseo nocturno está centrado en una estructura “emblemática”. Una y otra vez, vuelve a la mente obsesiva de Arroyo la interrogación en torno a lo que hay detrás del cuadro, de la acción dramática, del relato pictórico. Él sabe lo complicado que es ir a ese sitio: “Mirar detrás del bastidor para ver lo que hay: un transistor, un tocadiscos, una valla... ¿Pero qué pasa detrás del cuadro que impide ver precisamente lo que hay detrás de él?”. Acaso detrás está el negro, ese lugar oscuro como boca del lobo, esa negrura que es parte de nuestra lamentable historia. Pienso en la noche pintada por Arroyo como una calle en la que vemos la luz eléctrica, el parpadeo que permite que mantengamos lo representable aunque el cuadro esté en penumbras. Aunque sea una perogullada no puedo dejar de decir que tras el cuadro está la dimensión interminable de la pintura.

    Si su vocación originaria es la de la escritura, a lo que se ha dedicado, con toda intensidad, Eduardo Arroyo ha sido al relato pictórico; así ha utilizado símbolos, citas, etiquetas y cantidad de figuras para contar lo que pasa o incluso para titular la realidad: “mi decisión irrevocable de convertirme en pintor de Historia o de historias en plural. Eduardo Arroyo es un creador consciente de que lo que más le ha influido ha sido la propia vida: “Las imágenes de la calle forman buena parte de la vida ya que actúan como un muestrario, son un catálogo de muestras y yo trato de servirme de él”. Arroyo insiste en que los cuadros deben hacer agujeros en la realidad y hasta puede que se desborden o, como sucede con Gugliel Motel número 5 y con El baile del 14 de julio tener el carácter de lo enigmático, de ese relato visual que permite múltiples historias: “La respuestas no me pertenecen. Sólo el espectador posee una de las llaves del enigma de la pintura y a veces delante de una obra potente baja la voz”.

    Fuente: Fernando Castro Flórez, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Privilegio B/4588
    Privilegio B/4588
    José Manuel Broto, 1986 Acrílico sobre lienzo, 301,5 x 301,5 cm. Patrimonio Nacional

    Con motivo de la exposición individual que José Manuel Broto realizó en la galería Buades (Madrid, 1976), Javier Rubio escribió un texto tan lúcido que aún hoy continúa siendo válido para aproximarnos a su pintura. Advertía Rubio al espectador sobre la obligatoriedad de ver las obras de Broto como el resultado de un proceso de condensación y disolución, de trabajos penosos y lentos. Y citaba a Louis Cane -editor con Marc Devade de la revista Peinture Cahiers Théoriques, referentes junto a Marcelin Pleynet de Tel Quel para el grupo que Broto y Rubio formaron junto a Xavier Grau, Gonzalo Tena y Federico Jiménez, y su revista Trama, entre 1973 y 1977- : "un sujeto artista pintor toma posesión de sus propios medios a partir del momento en que es capaz de no olvidar la biografía de su propia práctica". El espléndido montaje de fotografías de Broto en su taller de Barcelona que ocupa las páginas centrales del pliego en papel de prensa que sirvió de catálogo, confirma la naturaleza "de una pintura en suspensión que quema etapas rápidamente en busca de su estabilización inalcanzable, su estabilidad no son sino las huellas, la pista rastreable de su movimiento". En el caso de que alguien preguntara a Broto si sus cuadros estaban acabados, Rubio no duraría en responder: "No, aún han de dar mucho que hablar".

    Tanto es así, que en el estudio y análisis de la pintura Privilegio B/4588 (1986), perteneciente a la colección de Patrimonio Nacional, es obligado atender a la biografía de la práctica de la pintura realizada por Broto desde 1972, cuando se instala en Barcelona y comienza un periodo "de reflexión y de experiencia, de reconocimiento de las dimensiones de un terreno desconocido", al decir de Javier Rubio, uno de sus compañeros de reflexiones y discusiones en defensa de la práctica de la pintura, tan desacreditada entonces, "sin renunciar en ningún momento al trabajo en el estudio, ni a la personalidad de cada uno en su trabajo".

    Sobre la monumental superficie oscura emergen las imágenes fantasmáticas de dos rascacielos atravesados por nubes, a la luz de la luna, cuya perfecta forma esférica ordena. En el margen, el gesto en amarillo hiriente equilibra la composición; puede ser el signo del infinito pero su configuración nos retrotrae a las bandas de fieltro que Robert Morris dejaba caer desmayadamente en el suelo, y que ilustraron la traducción de sus "Notas sobre la escultura" en Trama. "Si la pintura ha buscado acercarse al objeto, también con tesón ha buscado el desmaterializarse ella misma en el camino" [Morris 1977]. En aquella segunda entrega de la revista se publicó el artículo de Tàpies -que ya había colaborado en el núm. 0-, "La pintura y el vacío" que Broto tradujo del catalán. El vacío es materia en la obra de Tàpies de la que emergen las imágenes-signo, como en Broto, tan interesado en la enorme variedad que Tàpies consigue con un registro tan corto. En el fondo, dice Broto, se trata de sostener un cuadro, aun cuando todo surja inconscientemente. Tachaduras, grafías y drippings bañan el cuadro y atraviesan las imágenes, alterándolas y desplazándolas en el espacio ilusorio de la pintura, cuyo grado de complejidad debería ser tal que demorase al espectador el tiempo suficiente para pensar, al margen del cuadro que tiene delante. Esa es la aspiración de Broto.

    Privilegio B/4588 nos sitúa ante imágenes tan emblemáticas como inestables y fugitivas, despojos del pasado reciente que anuncian con su presencia el signo de la destrucción.

    Fuente: Chus Tudelilla, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Nocturno urbano nº 3-90
    Nocturno urbano nº 3-90
    Rafael Canogar, 1990 Óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm. Patrimonio Nacional

    En Nocturno urbano, Canogar utiliza toda una serie de recursos que hasta entonces habían venido sirviendo de fundamento a su pintura. Por un lado, la base de materia, de pintura como protagonista del cuadro. Es una materia sucia de gran expresividad y que proporciona ese carácter irrepetible al cuadro con elementos buscados de un azar voluntario como la presencia de dripping. Junto a ello, existe una referencia figurativa alusiva a unas cabezas simplificadas y de formas elementales delimitadas por trazos negros que definen su presencia de una forma rotunda.

    En estas cabezas existe también otro aspecto propio de la pintura de Canogar como es el sentido del orden, la construcción de la forma y el orden de la representación con la interpolación de planos rectangulares de color de perfil irregular.

    La recuperación renovada de formas históricas de la vanguardia tiene un significado especial en la trayectoria seguida por Rafael Canogar. El pintor ha mirado los modelos que inspiraron las primeras vanguardias. Pero lo ha hecho como una reflexión en medio de su dilatada trayectoria. El pintor se ha detenido a pensar en los orígenes mismos de la modernidad y de la pintura situándose en la mentalidad de un primitivo que sólo tiene como aprendizaje los logros conseguidos con la experimentación y la práctica. Y, así a Canogar le interesa la materia, propia del Arte Otro y de la abstracción, la representación esquemática como un principio elemental de la pintura, la construcción como el fundamento de todo orden de la pintura, y la abstracción de los tres planos de color (ocre, rojo, blanco) que ordenan el efecto visual del cuadro.

    Fuente: Victor Nieto Alcaide, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Vestido de luces
    Vestido de luces
    Rafael Canogar, 1963 Óleo sobre lienzo, 200 x 200 cm. Patrimonio Nacional

    Rafael Canogar en Vestido de luces (1963), cuando comienza la ejecución del cuadro tiene una idea previa de lo que desea conseguir. Sin embargo, el cuadro no será el producto de un boceto o proyecto pasado a lienzo, sino la consecuencia de la acción desarrollada en el acto de pintar. El propósito era conseguir que entre la idea y el resultado no se interpusiera ninguna noción o convencionalismo cultural para que el resultado fuera una imagen espontánea surgida directamente del acto de pintar. Con ello, los informalistas pretendían transmitir la expresión de un estado de animo sin la influencia que, durante un proceso de ejecución, pudieran tener diversos factores como los modos académicos de pintar, los arrepentimientos y las correcciones.

    El resultado es la proyección de una improvisación que da por resultado obras formadas por gestos únicos e irrepetibles. En los trazos de Vestido de luces, Canogar es consciente del resultado sabiendo que no controlara de forma absoluta todos los componentes del cuadro. Es la mancha que se extiende y superpone formada por varios colores mezclándolos, las gotas que salpican de forma involuntaria la superficie del cuadro y que crean la expresividad espontánea de cada obra.

    Vestido de luces cierra una etapa en la pintura de Canogar que ese mismo año abandonaría el Informalismo para adentrarse en una nueva investigación desde la perspectiva de la figuración.

    Fuente: Victor Nieto Alcaide, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Nada que leer
    Nada que leer
    José Manuel Ciria, 1998 Óleo sobre lona plástica, 220 x 220 cm. Patrimonio Nacional

    Geometría y mancha son el eco de una objetivación histórica, inmanente a sendos modos de entender la abstracción que cristaliza con la modernidad. La restauración que emprende Ciria de ambos principios de las heroico-vanguardias se sitúa al margen tanto de la redefinición manierista como de la burla irónica, la melancolía lírica o la resolución ornamental. Al contrario, se trata de una profunda reflexión que va más allá de un simple juego de opuestos para enunciar una obra que se desborda en múltiples tensiones. Ciria busca la esencialidad de los recursos plásticos pero no obedece, como hicieron las primeras abstracciones, a una proyección intelectual que derive en un elaborado dogmatismo. La esencialidad no es para Ciria una herramienta a través de la que encontrar una idea pura, sino el camino desde donde llegar a un cruce que supere la propia plenitud utópica de los recursos empleados.

    Esta variabilidad generada a partir de unos mismos códigos pero con distintas conjugaciones dispositivas se revela en dos importantes series de 1998: por un lado, la turbulencia visual, compleja en su composición técnica y formal, de las obas que configuran Manifiesto; por otro lado, la serie Carmina Burana que remite a la cantata escénica de Carl Off si bien, como ha señalado Castro Flórez, «donde en la composición musical domina lo espectacular y la composición coral, Ciria introduce el silencio y la quietud». Así ocurre con particular belleza y complejidad en una de las piezas claves de este grupo, Nada que leer, perteneciente a la colección de Patrimonio Nacional.

    Las obras que configuran Carmina Burana están marcadas por un poderoso eje central. En Nada que leer esta jácena compositiva dibujada sobre la lona plástica encuentra un eco, tanto paralelo como perpendicular, en las otras líneas que atraviesan el soporte con proporcionalidad geométrica. Pero estas líneas, más sutiles y temblorosas, ya no son una intervención directa del artista sino la asunción de la memoria de un material encontrado puesto en bruto y susceptible de ser releído desde parámetros compositivos. De hecho, la integración de «incidentes casuales elocutivos» ya había sido el eje de la serie El jardín perverso (1995-1996), donde las manchas y pisadas de la lona plástica que anteriormente había servido de materia protectora del suelo de su estudio, pasaban a funcionar como punto de partida en la construcción de la imagen.

    Donald Kuspit ha sugerido que, en la obra de Ciria, la yuxtaposición de la retícula y el gesto es una representación de un acto erótico, mientras que Marc Holthof equipara el cromatismo, esos rojos y blancos recurrentes, con líquidos corporales «eyaculados con gran violencia sobre el fondo del lienzo, para después ser lavados, rascados, heridos» . Ahora bien, estas hipotéticas correlaciones simbólicas son estratos complementarios de entendimiento para un trabajo que analiza la búsqueda de una imagen plástica operativa a partir de la disensión. El eje central es puesto de relieve en su función de límite a través del corte abrupto al que es sometida la expansión de la mancha; a su vez, genera dos áreas visuales obligadas a convivir como unidades conmensurables que tienen sentido a partir de su relación mutua. Estaríamos, por tanto, ante un artefacto construido a través de las ligaduras que suponen el movimiento de la mirada, los órdenes cruzados, lo sucesivo y lo simultáneo, en definitiva, la serie de sincronías que tejen formal y conceptualmente la obra.

    Toda la trayectoria de Ciria se ha desarrollado en torno a una indagación de la imagen pictórica como un territorio cuya cartografía aun es posible seguir edificando. Para ello, siempre ha tomado como punto de partida los logros y fracasos de los movimientos de vanguardia que estructuraron la evolución del arte moderno y ha destilado esta herencia (ahora envenenada, ahora reveladora) como estructura base sobre la que sustentar sus propios fundamentos estéticos y conceptuales. Dichos fundamentos se han desarrollado a través de una investigación constante que ha generado, en su conjunto, una de las poéticas más complejas y sugerentes de la pintura española del cambio de siglo.

    Fuente: Carlos Delgado Mayordomo, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Victimario
    Victimario
    José Luis Fajardo, 1965 Óleo y esmalte sobre tabla, 202,5 x 183,5 cm. Patrimonio Nacional

    El protagonista de esta obra es el Victimario, es decir, la persona que causa el dolor ajeno, el que le inflige a otra un daño o perjuicio. Se trata de una figura inquietante, torturada. El personaje, como la mayoría de los protagonistas del quehacer artístico del autor, representa una idea, un concepto, un rasgo universal. Desde una perspectiva atemporal, se nos presenta con intensidad y dramatismo. El artista busca hurgar en la esencia y carácter de sus personajes: su mirada no se dirige directamente hacia el espectador, sino a otra realidad que está más allá de la apariencia. No busca nuestra mirada, pero la precisa para existir: “Hay una relación entre el que mira y el observado, que prescinde del entorno. Un diálogo de ojos sin más. Bastan esos dos puntos para establecer contacto”.

    La composición de esta obra se organiza en cuatro registros buscando crear espacios dentro de otros espacios, en este caso rectangulares. Este recurso plástico es frecuente en la producción del artista para transmitir la sensación de profundizar en el estudio y aproximación del protagonista. Esta serie de imágenes evoca una secuencia cinematográfica en la que los rasgos de la figura nos muestran distintas facetas del ser de un mismo personaje. En este caso, todas dramáticas, ya que la figura evoluciona en una descomposición progresiva, desdibujándose los trazos y evocando un tiempo trágico de destrucción. La fecha de esta obra nos remite a un tiempo todavía convulso para nuestro país, en el que entonces joven Fajardo busca el equilibrio hábil entre la denuncia tan irrenunciable como necesaria y la posibilidad de que su pintura fuera expuesta, conocida y observada. De este tema de las víctimas, de los perseguidos, de la confrontación entre unos y otros, trata también una amplia serie de aguafuertes de aquellos años, cuyos títulos explícitos nos remiten a un tiempo sombrío: Víctimas resignadas (1970), Un sin nombre(1966), Por hablar (1966), Víctimas de su tiempo (1966), Deteriorado (1966), Víctima rota (1966).

    El pintor es un testigo activo de la realidad, cuya crítica no elude. Por aquellos años, preguntado sobre la temática de su obra y si no resultaría más eficaz para cambiar el ambiente, el trabajar sobre una temática amable, el artista responde: “en mi obra expongo simplemente los acontecimientos que me ocurren –y que, generalmente, les ocurre a todos- porque el hombre de nuestro tiempo vive fundamentalmente agredido. Así, el trabajar en una temática amable, sería eludir mi compromiso con la realidad como pintor y como hombre”. Años más tarde, con la distancia que otorga el paso del tiempo, en una reflexión a propósito de su biografía, Fajardo reconoce: “Sólo espero que los personajes que han invadido el espacio imaginario del cuadro, no defrauden a la claridad y responsabilidad que durante tantos años defendimos. Confío en la pintura hermanada históricamente con la libertad”.

    Los personajes de sus obras no pueden hablar. Pero muchos de ellos, como este Victimario, van acompañados de signos caligráficos incomprensibles. Con una escritura rápida, sutilmente esbozada, para no reclamar demasiada atención sobre sí misma, nos recuerda que la pintura también tiene una historia, un relato que le acompaña, más allá de su presencia meramente estética. Tal como relata poéticamente Severo Sarduy sobre los textos de Fajardo: “Al principio era el texto. Pero nunca cenital, unánime, atravesando lapidario la tela, sino al contrario, alojado en los pliegues del color, expulsado a veces hacia los bordes, como el resto de un naufragio: una decantación de la materia, o el depósito que deja la resaca azul”.

    Con el paso del tiempo, la escritura logró emanciparse de la pintura, aunque manteniendo con ella y con el dibujo una relación privilegiada, conquistando así el pintor una nueva vía expresiva. En definitiva para José Luis Fajardo, lo importante es el lenguaje, la comunicación y, sobre todo, el relato sobre la vida y el ser humano: “Para mí, ser pintor era pintar Y pintar íntimamente, y traducir un mundo a través del filtro de la pintura, y crear un lenguaje donde la comunicación fuera primordial, un lenguaje claro, no críptico, sino de investigación de cómo contar lo que le ocurre al ser humano: ideas, sentimientos, acciones, cómo llegar con unos colores y unas líneas a una posible idea universal del lenguaje”.

    Fuente: Cristina Mur de Víu, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Corazón Mío
    Corazón Mío
    Alfonso Fraile, 1986 Técnica mixta sobre lienzo, 204 x 168 cm. Patrimonio Nacional

    Corazón Mío pertenece al último período creativo de Alfonso Fraile, etapa en la que el pintor padece fuertes quebrantos de salud a raíz de una insatisfactoria operación quirúrgica desde principios de los años ochenta. Pero inconvenientes físicos al margen, el entusiasmo por el arte no decae ni se resiente. Es dueño de una vitalidad desbordante; encara variaciones inagotables de cuadros poblados por uno, dos, tres o varios personajes más; incluso estas referencias figurativas, tanto masculinas como femeninas indistintamente, se multiplican por doquier, como ocurre con su serie “Dieciséis por uno”, deudora de alguna manera del abigarrado tríptico de finales de los setenta titulado “143 personajes”, así como de la otra pieza también sobre papel que recoge un conjunto de “323 personajes”.

    Como el autor entiende que cada cuadro es una búsqueda de la expresividad que no tiene fin, entonces cada obra se revela como laboratorio o punto de partida para otras piezas venideras. Como narración continuada que forma un todo conjunto. En esta manera consecuente de sentir y de concebir el arte milita precisamente “Corazón mío”. Observamos en esta composición el carácter distintivo y la condición expresiva de sus aportes más sinceros. Hallamos cumplimiento veraz de las mejores características de Alfonso Fraile.

    Su obra tiene una vocación clara hacia el expresionismo figurativo que incardina en ambientes neutros y atemporales. Desde el principio de su actividad artística, toma el pintor a la figura humana como motivo aislado de reflexión e investigación sin fondos ni espacios claros sobre los que ubicarse. Es una constante en su trayectoria: figuras que se mueven libres en un espacio sin referencias, por lo que esta descontextualización posee bastante de ejercicio mental, con fuertes inspiraciones emocionales.

    La pincelada dispersa en sus matices y timbres lumínicos, con los pigmentos por lo común desplazados libérrimamente sobre la superficie del lienzo mediante la ejecución con técnicas mixtas, evita cualquier monotonía ordinaria. Esta heterogeneidad de técnicas, sin necesidad de reducir por ello la aportación figurativa, entra de pleno en la inflexión que experimenta el arte internacional desde mediados del siglo XX cuando comienza a apostar por una relectura más rica y profunda de las obras. Una cultura más crítica que cuestiona la propia representación figurativa de las cosas, sobre todo los valores más miméticos o epidérmicos, garantizando otros planos de sugerencias donde intervienen poderosamente la poética de la materia, de lo informe, de lo gestual o sígnico, de lo espacial… y otros dominios de actuación tanto físicos como psíquicos o psicológicos. Entendiendo siempre el estudio de la forma, al margen de su posible tratamiento figurativo, como campo infinito de posibilidades plásticas.

    Negando cualquier determinismo, por eso mismo, con independencia del tema, la pintura se expresa libremente, en movimiento, sobre la propia superficie: con voluntad espacialista. En una especie de azar paradójicamente controlado pero muy acorde con algunos procesos de índole surreal. Acaso en torno a esa idea del subconsciente que predica trabajar sobre un desorden pero yendo en la búsqueda de intuiciones –reales o presentidas- que son parte y comienzo de otras posibilidades que hay que descubrir.

    Un azar que se concreta en la realización de la obra en forma de “idealidad presentativa”, por decirlo de algún modo. En el arte moderno lo que vale es la presentación y no la representación de las cosas. La existencia es antes que la esencia; la precede, es el postulado máximo y casi único de la filosofía existencialista. Fraile siempre lo supo. Está impreso a fuego en su instrucción postcubista, que enriquece con los efluvios informalistas y abstractos y que vuelve a plantearse con la irrupción y las cargas de profundidad estética que aporta la nueva figuración. Incluso los movimientos “pop” en su sentido más icónico y narrativo. Tampoco hay que olvidarlo.

    Fuente: Santiago Arcediano, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • El cuajo 2
    El cuajo 2
    Carlos Franco, 2005 Impresión digital y técnica mixta sobre lienzo, 117 x 150 cm. Patrimonio Nacional

    En El cuajo 2, obra realizada en 2005 y perteneciente a la colección de Patrimonio Nacional. El artista coloca al espectador ante un complejo estallido de áreas cromáticas fluyentes, trazos gestuales que dialogan entre sí con diversos niveles de intensidad. Esto hace que el tema se espese y se vuelva opaco, desligado de cualquier racionalismo sistemático. En nuestra interpretación, apostamos sin duda por la naturaleza como reflejo de una ideación; es decir, estaríamos ante la representación de un paisaje que no se verifica en lo icónico sino que «desde el punto de vista contemplativo, contiene infinitas lecturas sensitivas, cuya síntesis final sobre la retina es poco menos que imposible».

    Encuadrada por esa poderosa construcción cromática aparece la posibilidad de la verosimilitud: la figura de un hombre que, apoyado sobre un pequeño muro de aspecto renacentista, parece contemplar desde la lejanía un ámbito edénico habitado por la arquitectura y la naturaleza. La levedad de la grafía, como una sanguina que plantea lo esencial de la escena, no permite dictar un tratamiento carnal sino, al contrario, «un desequilibrio entre lo que se ofrece y lo que se acepta para el dominio y la seguridad. Carlos Franco desvela el misterio que se oculta en la línea, en cuerpos translúcidos, como carentes de masa, que permiten ver la conexión que media entre todo lo contingente que existe». En este contraste radica la operatividad del trabajo digital que Carlos Franco desarrolla en esta y otras obras de este periodo y que genera una compleja trama de soluciones provisionales capaces de amplificar su exploración acerca de la realidad. En conversación, el artista me ofrece una importante clave sobre este modo de trabajo: «El ordenador amplía la capacidad de hacer significativas las versiones como un sustituto de la cambiante luz que agónicamente los pintores intentan atrapar con la red del intelecto».

    Tanto desde un punto de vista iconográfico como conceptual, el principal tema que late en El cuajo 2 es la mirada: la del personaje, que parece atisbar, desde lo lejos, un punto de llegada; la del artista, que queda mostrada en toda su complejidad retórica a través del contraste descentrado entre la mancha y la línea; y la del espectador, que maniobra dentro de una cartografía impura y descentralizada. Tres tiempos para una magnitud visual que es siempre el resultado de una investigación deconstructiva tan profunda que logra que los extremos se impliquen coherentemente entre sí.

    Fuente: Carlos Delgado Mayordomo, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • El Sueño y la Vigilia
    El Sueño y la Vigilia
    Julio López Hernández, 2001 Bronce, 38 x 40 x 23 cm. Patrimonio Nacional

    La obra artística del gran escultor Julio López Hernández nos acerca a las vivencias, a los anhelos, a los sueños y al desasosiego del ser humano de nuestro tiempo más allá de su representación física. Su cuidada cercanía a la realidad, pretende del espectador una identificación emocional entre lo representado y el sujeto que lo contempla, un entendimiento afectivo y cordial. Al tiempo, sus figuras, nítidas y rotundas, nos animan al diálogo y a la reflexión. Su producción escultórica tiene como tema fundamental y casi exclusivo la figura humana.

    El Sueño y la Vigilia responde a un encargo del galerista Leandro Navarro con motivo de una exposición colectiva en torno al tema de los Nocturnos, en el que varios artistas actuales abordaban un tema clásico, abundantemente tratado en el pasado. Se trata de dos figuras femeninas que se unen circunstancialmente. La joven, representando el Sueño, es una imagen de Marcela, hija del escultor. La niña está dormida plácidamente, en un sueño sereno y confiado. La otra figura, la Vigilia, representa una mujer madura que despierta, en un apacible duermevela, acompaña el descanso de la niña. Esta figura femenina es un personaje relevante en la biografía creativa del escultor: se trata de Parte de su familia (1972), la figura nacida para acompañar la dura peripecia vital de El hombre del sur (1972), para ampararle en su derrota, en su soledad. Las protagonistas de El Sueño y la Vigilia se nos presentan como complementarias, no como antagónicas o contrarias.

    Los fragmentos y los vacíos, muy significativos en esta obra, constituyen un importante recurso plástico y expresivo en la escultura de López Hernández. En la Vigilia, se reduce la obra a aquello que el artista considera como esencial para la transmisión del mensaje, intensificando las perforaciones y los vacíos la presencia de la luz interior de la figura. También en la figura de Marcela, podemos observar esta reducción expresiva, especialmente intensa en la cabeza. La supresión de partes esenciales del volumen de la figura enfatiza su presencia metafísica.

    Las obras de López Hernández son realizadas tras un proceso de reflexión y ejecución cuidado y concienzudo que evidencia un conocimiento minucioso de las técnicas y de los procedimientos tradicionales. En la realización de su escultura, el proyecto, los dibujos y los estudios preparatorios son esenciales, tanto como las transformaciones surgidas por los hallazgos y sugerencias plásticas que van apareciendo a lo largo del proceso, todas ellas decisivas para el resultado final de la obra.

    Los dibujos constituyen el fundamento en el que se asientan los principios renovadores de su escultura, a pesar de ser éstos un arte que se desarrolla en lo plano y la escultura en volumen. Suponen el inicio y la base de partida para la realización de sus obras y constituyen un importante medio de expresión íntimo y directo: “Para mí el dibujo es siempre un componente auxiliar de la escultura, un trabajo previo imprescindible para la realización de una obra, pero siempre una acción inicial encaminada a la ejecución de la escultura. Lo cual no supone que, por esta condición de actividad auxiliar no puedan ser válidos por sí mismos. Son la memoria del primer aliento que provocó la obra” . Suelen ser dibujos tomados desde distintos puntos de vista a través de los cuales el escultor va configurando la materialidad volumétrica y tridimensional de la obra.

    Julio López Hernández es un paciente observador de la realidad, de la realidad profunda de las cosas que suscita interrogantes y conmueve el espíritu. La obra del reconocido como máximo representante del realismo escultórico español, traduce en imágenes su interpretación de la realidad paradójicamente subjetivada a fuerza del lenguaje objetivo: se trata de una interpretación trascendida de la realidad. Las figuras, envueltas en un halo inquietante y poético, tienen una existencia propia, no reproducen elementos de la existencia real. Su obra da testimonio de la trascendencia de la vida a través de objetos y detalles reconocibles que sugieren mucho más de lo que muestran.

    Descubrimos objetos cercanos, identificables, en los que los detalles y texturas evidencian la importancia del material para el artista, su protagonismo en el tratamiento de las formas, en la configuración de los volúmenes y en el cuidado de los objetos. En El Sueño y la Vigilia apreciamos el cuidado de las vestimentas de las figuras, que evocan valores táctiles, a través de pliegues aparentemente desatendidos y la incorporación de detalles como el pequeño colgante en el cuello de Marcela.

    La obra de López Hernández investiga la representación de una nueva realidad surgida del diálogo con lo imaginario. Sus figuras nos muestran una realidad que representa más de lo que el ojo ve: un sinfín de realidades, visibles o sugeridas que nos transmiten vivencias y circunstancias que el artista halla tras desvelar el misterio de un orden oculto y poético de lo real. El escultor logra así transformar el significado de lo real, concitando en el espectador un cierto desasosiego e inquietud interior, aportando una visión siempre sugerente, expresiva y poética del ser humano.

    Fuente: Cristina Mur de Víu, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Sin título, n. 128 B
    Sin título, n. 128 B
    Luis Feito, 1960 Óleo sobre lienzo, 132,5 x 165 cm. Patrimonio Nacional

    Estos dos cuadros del pintor madrileño Luís Feito de la colección de Patrimonio Nacional corresponden al periodo en torno al grupo El Paso. El nº 128 B fue pintado el mismo año de la disolución de éste, y el nº 374 representa un importante giro en su obra posterior. Por ello, aunque solo les separan dos años, representan etapas evolutivas sucesivas pero en las que no hay rupturas bruscas, de ahí que mantengan claras similitudes que analizaremos más abajo.

    Sin título, n. 128 B muestra sobre un fondo blanco un conjunto de empastes gruesos de colores blancos, negros y pardos en la parte inferior central del cuadro. El fondo es plano, pero la forma central está muy empastada con grosores aplicados a espátula, creando un acusado relieve que sugiere la presencia de formas irregularmente circulares solapadas, como chocando entre sí. El volumen de la pasta de óleo y arena, la contundencia de su aplicación y su ubicación en primer plano dotan de una inmediata sensación de corporeidad a la materia pictórica, que parece protagonizar el cuadro. Solo lo parece, porque Feito siempre consideró la materia como un medio, no como un objetivo final, y se mantuvo fiel a la pintura al óleo para no ser identificado con un material inusual, tan propio del gusto de la época, que podría llegar a imponerse en exceso: … en esa época, todos los artistas estaban muy preocupados por los nuevos materiales, por el hecho de emplear toda clase de cosas para clavar en la pintura; se utilizaban materiales muy diferentes para los cuadros, como la tela metálica por ejemplo. Pienso que esto, en cierta forma, es un callejón sin salida. Si uno se implica demasiado en el material, es como una cárcel, y se ve obligado a continuar con ese material. En este cuadro explora forma, luz, color, espacio y proceso, y la potencia del material es solo la que él considera necesaria para transmitirlos. Aunque a los miembros de El Paso se les identificó con el informalismo, Feito rechazaba esta consideración, ya que para él no existía lo “informe”, pues la forma se genera siempre durante el proceso de trabajo, de modo que aunque no sea figurativa, la intención de forma se da, se produce en el acto creativo. Es la representación de un “tema” o de una figura naturalista reconocible lo que está ausente, lo que él rechaza: sentí la necesidad de la pintura pura, de prescindir completamente de la referencia figurativa y expresarme en el lenguaje de la pintura pura. Muchos cuadros de los años 1959 y 1960 presentan masas de color grueso superpuestas o en aparente colisión flotando sobre el espacio del fondo, pero Feito negó siempre que hicieran referencia a misteriosos paisajes cósmicos, como algunos cronistas sostenían: presenta un mundo poético, silencioso y nocturno, algo lunar, que tiene evidentes relaciones con la lírica melancolía gallega, con el misterioso y sagrado estigma celta. Se interpretaba su pintura como evocadora de algo que a los ojos de los críticos era …un fondo de nacimiento geológico-poético. con superficies que …se ofrecen desnudas, minerales, aun sin rumor de lluvia ni fuego de volcán. Se detiene ante ese espacio oscuro donde las formas no han llegado a ser…

    Otras interpretaciones, sobre todo de críticos extranjeros, destacaban lo que de reconociblemente “español” veían en su pintura: negros de los filones carbonosos, grises de las turberas, blancos de los encalados bajo el sol, los ocres de Horta de Ebro y las arcillas de Andalucía, he aquí todas las tierras de España e incluso hasta la arena de la plaza bañada de sangre del toro muerto; en su imperiosa adhesión al terruño natal, Feito nos resucita de él la primitiva esencia, las cenizas de la fatalidad, el acre perfume de humanidad campesina hecho de amor y de muerte. Esta impronta española de la obra de Feito sería un lugar común entre muchos autores de la época, que la destacaban en todos los integrantes de El Paso. Satisfizo los afanes de algunos el ver que en dos catálogos de exposición en 1958 y 1960 respectivamente, el propio Feito incluyó fotografías de pueblos de España y de sí mismo delante de un rugoso muro enjalbegado. Pero para el artista madrileño esas imágenes no eran nunca folclóricas ni “españoladas” sino un reconocimiento expreso de sus propias raíces culturales, que supo apreciar más viviendo fuera de España, y ninguno de esos cuadros pretendía evocar recuerdos concretos de lugares.

    Sin título, n. 128 B guarda algo más bajo su superficie: un orden interno que estructura la composición y sitúa en equilibrio pictórico la forma central, creando un centro visual de gran intensidad. Feito siempre ha sido un hábil dibujante, aunque sus dibujos no son preparatorios para pinturas sino obras autónomas dibujando se refuerza la técnica y la organización compositiva, y Feito es un buen constructor de composiciones, dotando a sus cuadros de una geometrización oculta a la mirada, sin líneas nítidas, pero generadora de un orden formal. Ello procede de un conocimiento adquirido y de la convicción de la necesidad de una estructura básica que asiente las imágenes en su espacio pictórico. Son saberes de pintor que ha aprendido durante su formación tradicional, que él siempre ha reconocido como fundamental, y hacia la que nunca fue crítico. El uso de la luz, sin duda determinante, nos recuerda que hay un Feito barroco, tenebrista, que aprovecha los encuentros entre luces y sombras no para crear un escenario metafísico, sino para generar unas condiciones espaciales a partir de una notable reducción de medios plásticos.

    Sin título, n. 374 es un cuadro representativo de la época roja y negra de Feito, aunque esta consideración no ha de entenderse como un “estilo” de ruptura, sino como una evolución natural de la pintura de Feito. Es justamente en estos años, entre 1960 y 1962, cuando el color rojo aparece en sus cuadros, formulando contrastes vivos con el negro que se han interpretado, de manera creo que discutible, como una apuesta dramática colmada de referencias: Rojo y negro, de 1962, mezcla en su título una ambivalente alusión a las cuidadas metáforas de Stendhal y al altruismo desbocado y anarquista de Durruti.

    En estas pinturas de 1962 encontramos efectos de gran intensidad visual y táctil con los empastes y las pinceladas rápidas y enérgicas que nos hablan de cuadros pintados en una sola sesión, sin rectificar ni retocar. El fondo de colorido irregular donde superpone el óleo muy diluido, nos recuerda la gran admiración que Feito sintió siempre por Rothko de quien decía que era el más puro, el que más le interesaba. De alguna manera también evocamos a otro de sus referentes: Malevich, aunque nunca veremos citas o elementos de las abstracciones radicales de ninguno, pero sí una inspiración en lo estético y místico.

    Fuente:Carmen Bernárdez Sanchís, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Ocultamientos
    Ocultamientos
    Juan Genovés, 1971 Acrílico sobre lienzo, 151 x 201 cm. Patrimonio Nacional

    Esta obra muestra a los característicos personajes que desde mediados de la década de 1960 han venido poblando el trabajo de Juan Genovés. Aparecen a la manera de siluetas negras muy expresivas, algunas de ellas solapadas o superpuestas, que se recortan sobre un fondo escuetamente esbozado y se desplazan a la carrera hacia la parte izquierda de una composición dividida en tres franjas: blanca, grisácea y naranja. La de la izquierda y la de la derecha se van paulatinamente difuminando, generando esos ocultamientos a los que parece hacer alusión el título del cuadro. A pesar de su anonimato o universalidad, entre los personajesse pueden adivinar, mezclados, hombres y mujeres. En cualquier caso, las figuras carecen de todo tipo anécdota, lo cual no quiere apuntar en la vía de la despersonalización, la “desindividualización” o la indiferencia, sino en la de mostrar al ser humano como parte de una comunidad . Su actitud de huida ante una espectral amenaza que pudiera proceder de la parte derecha de la obra denota la fragilidad de su condición, siendo ésta otra de las cualidades propias del arte más políticamente comprometido realizado por el artista valenciano, en especial entre 1965 y 1975.

    Efectivamente, fue en esa primera fecha, y tras una serie de desengaños artísticos, cuando la obra de Genovés experimentó un cambio trascendental, del cual fue testimonio la importante exposición que tuvo lugar en las salas de la Dirección General de Bellas Artes, en la Biblioteca Nacional, aquel mismo año de 1965. A partir de ese momento, y profundamente comprometido con la denuncia de lasituación política que se vivía en nuestro país, como ha señalado Teresa Posada, al artista “sólo le interesará abordar un tema, que será el mensaje de su pintura durante más de dos décadas: el del ser humano individualmente indefenso, aunque colectivamente fuerte, frente al poder político opresor”. Su obra se adentró en este sentido en el denominado realismo político o realismo crítico, corriente de signo internacionalque en el arte español estuvo liderada por colectivos y creadores como Equipo Crónica, Equipo Realidad, Estampa Popular, José García Ortega,Eduardo Arroyo, Rafael Canogar y el propio Genovés.Aunque con antecedentes en el cine y en la literatura, todos ellos vieron en el arte un instrumento de denuncia de la situación política y social que se vivía en la España franquista y en el artista una especie de militante que debía visibilizar y ayudar a combatir esa realidad. Para el caso concreto de Genovés, esa creación adoptará dos puntos de vista: el tema del “personaje solo”, tratado a modo de collage en relieve, con ropas reales pegadas al lienzo; y el tema de la “multitud”, tratado con técnica plana, casi con aguada. En este sentido, el cuadro aquí catalogado pertenecería a esta segunda vía de trabajo.Y también sería ejemplo de algunas de las técnicas compositivas procedentes de los medios de comunicación de masas (en especial fotografía y cine),aplicadas por el artista para sus obras de aquella época, como pueden ser la secuencia o el montaje en paralelo. Con ellas Genovés se aleja en cierto modo de la estricta bidimensionalidad con la que había trabajado sus masas humanas en los primeros cuadros de mediados de los años sesenta y del tratamiento del color a base únicamente de grises ascéticos, fríos y reflexivos, anunciando en este sentido rasgos que se harían fundamentales enseries posteriores. El punto de vista desde el que está captada esa multitud sigue siendo algo elevado, aunque más cercano que el telescópico empleado en sus primeros cuadros.

    Otro aspecto a tener en cuenta a la hora de analizar estos trabajos de Genovés es la capacidad que tienen los mismos para convertirse en eco y representación de una determinada situación política y social, que en este caso podríamos identificar, como se ha dicho, con la del régimen franquista, el cual intensificó su violencia represiva en esos años sesenta y setenta del pasado siglo a raíz de las luchas proletarias, mineras y estudiantiles que se produjeron, pero también para proyectarse por encima de esa realidad específica y pasar a convertirse en imágenes icónicas denunciadoras de cualquier dictadura y de la violencia omnipotente y globalque se les suele asociar .Para el caso concreto de esta obra, esa violencia no se vería físicamente, sino que, utilizando un recurso muy cinematográfico, quedaría en una especie de fuera de campo, lo cual permite acrecentar aún más la sensación de amenaza que en su huida presa de la persecución y el pánico experimenta esa gente.

    Fuente: Alfonso Palacio, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • La Chía
    La Chía
    José Guerrero, 1962 Óleo sobre lienzo, 130 x 162 cm. Patrimonio Nacional

    Históricamente, las chías eran personajes que, ocultos bajo negras vestiduras y apelando a la caridad de los creyentes, recorrían las calles pidiendo limosna para sufragar los entierros de los pobres. Pero en Granada, la chía, o las chías, aluden al nombre con el que popularmente se conoce la procesión del Santo Entierro que el Viernes Santo recorre la ciudad. Tradicionalmente eran dos las chías que figuraban en los desfiles procesionales, vestidas con un manto negro, con capillo y escapularios amarillos. La extraña vestimenta de estos personajes se completaba con una especie de corona de la que salían plumas, también con los colores litúrgicos. Era difícil que cualquier niño que las viese no quedase impresionado, cuando no aterrado, por este heraldo de la muerte que se anunciaba tocando una estridente trompeta y al que la chiquillería increpaba al grito de “Toca, chía, toca” para que la hiciera sonar. Las chías, que Guerrero debió ver durante las semanas santas granadinas, bien podían representar para el artista los lutos de su adolescencia a los que tan acostumbrado estaba: “En Granada me llamaban el amigo negro. Tenían razón; (…) En la familia de mi madre, siempre a intervalos de varios años moría alguien. Mis ropas estaban siempre teñidas en los tintes de la noche a la mañana. Los únicos zapatos, teñidos de negro con un tinte que olía a almendras amargas.” En La Chía no encontramos referencias formales explícitas. El artista nos enfrenta a una gran mancha negra que ocupa casi la mitad del lienzo e irrumpe violentamente en un espacio amarillo, a través de una protuberancia verdosa. Toda la escena está recortada sobre un fondo azul grisáceo sobre el que flotan una cruz negra y algunas pinceladas del mismo color. Guerrero hacía tiempo que había aprendido a expresar su mundo emocional sin recurrir a la figuración. A estas alturas era un artista plenamente integrado en el expresionismo abstracto. Sólo el titulo de la obra nos da una pista sobre ese mundo de relaciones que está en la mente del pintor, siendo el color el instrumento que mejor le permite/nos permite establecer esas íntimas correspondencias simbólicas: “Ese azul con el negro que será ese cielo azul camino del cementerio. Ese amarillo y negro de crisantemos camino a la tumba.”

    Pero el negro para Guerrero es una extraña combinación de vida y muerte: “El negro mío está vivo, vibra, es transparente, no es un negro muerto. El negro español está vivo, lo ves en el campo, siempre hay algo negro que se mueve, un toro, una cabra, una mujer de luto, como yo, otra muerte como mi abuela, mi abuelo, mi padre, mi hermano, mi otro hermano, más tintes, más zapatos teñidos”. En La Chía, de la que existe otra segunda versión pintada en 1969, también podríamos ver una acumulación de referencias, tal y como ocurre con otras de sus obras. Y así, junto al dramático manto negro, que emerge de aquel mundo de potentes recuerdos de su juventud, podría adivinarse otra de sus brechas atravesando bruscamente el espacio pintado de amarillo. Guerrero estaba obsesionado con la idea de abrir una brecha, una grieta, y así lo había expresado en muchas ocasiones: “En una pequeña habitación blanca, Roxana y yo vivíamos una vida plena de sorpresas y comenzábamos a abrir una brecha en la roca dura de New York”. Tiempo atrás el artista no hubiera expresado de un modo tan contundente y complejo su mundo interior. La Chía, pintada en Nueva York, supone también una reivindicación de lo popular. Tras más de diez años de inmersión en una ciudad que se consideraba la capital del arte moderno, la reivindicación del elemento vernáculo ha de entenderse como un proceso de superación de las contradicciones que se producían en su interior entre una cultura de vanguardia aprehendida, a la que ya pertenece, y una cultura popular de la que procede, pero que ahora es capaz de interpretar y asumir de muy diferente modo.

    Fuente: Yolanda Romero, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Fiesta en la plaza mayor de un pueblo
    Fiesta en la plaza mayor de un pueblo
    Manuel Hernández Mompó, 1976 Técnica mixta sobre lienzo, 195 x 130,5 cm. Patrimonio Nacional

    Manuel Hernández Mompó estudió en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia en los años cuarenta. La noticia de la reapertura de la frontera con Francia le llegó mientras estaba pensionado en Granada pintando paisajes de La Alhambra. Hasta 1950 no pudo viajar a París para conocer de primera mano el arte contemporáneo y lo hizo gracias a una beca del Sindicato Español Universitario. En el Colegio de España de la Cité Universitaire, conoció a Pablo Palazuelo, Eduardo Chillida y Juana Francés, entre un grupo de artistas que allí residían. Tras su regreso a España, la necesidad de viajar se hizo imperiosa y, de nuevo becado, el artista residió una larga temporada en Italia. Allí conoció a la holandesa Catharina Postma con la que contrajo matrimonio en 1955. Dentro del Programa de Colonización, realizó un mosaico de cuarenta y cinco metros cuadrados para la fachada de la iglesia de Villalba de Calatrava en Ciudad Real. En Madrid expuso en la galería Biosca y en 1964 pasó a formar parte del grupo de artistas en torno a Juana Mordó. En 1968 presentó doce cuadros de gran formato en una misma sala del Pabellón de España de la XXXIV Biennale di Venezia. Ya en los años setenta. A su regreso se estableció definitivamente en Mallorca.

    Aunque la trayectoria artística de este pintor está ligada a la generación abstracta española de los años cincuenta y sesenta, sus composiciones tienen una gran base figurativa. Creador de un lenguaje personal, Hernández Mompó recrea en sus obras la realidad que lo rodea. En sus propias palabras, sus lienzos están compuestos de “todo eso VIVO de lo normal y cotidiano”. En cierta manera, la realidad, resumida en personajes, calles, mercados y fiestas, temas que el artista utiliza recurrentemente, pasa a su pintura traducida en una impresión de lo vivido.

    Mientras que en los años sesenta los personajes de sus obras son todavía reconocibles, en la década de los setenta el pintor abordó una mayor esquematización utilizando signos, símbolos y palabras. El uso de letras, que unas veces conforman palabras y otras flotan en el vacío como elemento compositivo. Resumiendo su obra de este período, Mompó escribiría: “Es el momento de hacer una obra que responda a mis vivencias. Hago una pintura rotunda sin vacilaciones. Un lenguaje espontáneo, directo, que se vea fácilmente cómo está hecha. […] Sugerencias y sensaciones. Amor y luz”.

    En las composiciones de esta etapa hay, ciertamente, un factor de insinuación. La esquematización de los símbolos y el uso alternativo de diferentes materiales, especialmente acrílico, gouache y pastel, da a estas obras una mayor ligereza con respecto al período inmediatamente anterior. Además, el denominador común del blanco como fondo, recuerdo de la luz mediterránea de su Valencia natal, clarifica indudablemente las formas y añade ligereza al conjunto.

    Todo ello ha hecho de él un artista que presenta ciertas dificultades en cuanto a su clasificación. En una España marcada por el franquismo, sus compañeros de generación trabajaron por lo general en una pintura informalista, de base matérica, caracterizada por una paleta reducida al blanco, negro y rojo. Frente a ellos, la utilización del color de Hernández Mompó transmite un derroche de alegría por vivir y convierte su producción en una apuesta positivista por el ser humano.

    En el catálogo de la exposición que el artista celebró en la galería Il Collezionista de Roma, en 1975, escribió: “Pinto formas sueltas rodeadas de blanco que existen y pueden subsistir en libertad participando del todo de la naturaleza”. Indiscutiblemente, el lienzo Fiesta en la plaza mayor de un pueblo, 1976, en el que pueden leerse palabras como unidos, luz y libres, da buena cuenta de la libertad y el positivismo que Hernández Mompó buscaba imprimir a sus obras.

    Fuente: Ines Vallejo, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Fósil nº 1
    Fósil nº 1
    César Manrique, 1987 Técnica mixta, 130 x 97 cm. Patrimonio Nacional

    La obra de César Manrique es la de un creador polifacético y prolífico, que tuvo siempre pasión por la belleza y por la vida, y que hizo de la naturaleza la referencia fundamental de su arte y de su existencia. A pesar de la variedad de facetas de su quehacer artístico, el propio artista reconocía en 1973: “Yo soy pintor por encima de todo, por ser lo que más entusiasma, pero siento curiosidad por la aventura de poder crear en otros campos y salirme de las dimensiones del lienzo” . En efecto, la pintura constituye el origen de su condición artística y la base de su formación.

    Fue un pintor de formación y plástica tradicional, autodidacta en sus inicios, siendo sus primeras obras coloristas, con motivos paisajísticos y locales. En 1945 viaja a Madrid para cursar estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en busca de una mejor formación técnica. Su traslado a Madrid supondría, sin duda, una importante aportación, tanto en ampliar técnicas y procedimientos, como experiencias artísticas y personales.

    En la década de los años 50, la dialéctica entre la abstracción y la realidad centraba el debate artístico, al que no es ajeno Manrique, que se mueve en un universo ecléctico. Comparte exploraciones plásticas con sus compañeros de generación, con influencias comunes como el cubismo de Picasso y el color de Matisse, entre otras Será el informalismo la principal tendencia en el Madrid de los años 50, consolidándose como el lenguaje dominante de la modernidad.

    En la obra de Manrique, paulatinamente, la densidad de la materia comienza a buscar el protagonismo en el lienzo. Aunque a mediados de los 50, sus cuadros se alejan de las representaciones figurativas más evidentes, en una búsqueda personal de un nuevo lenguaje, en las creaciones del pintor persiste siempre la idea, la voluntad de la representación. A finales de esta década, alcanza una madurez y un lenguaje plástico personal, en el que la expresividad matérica se acabará adueñando del vocabulario plástico del artista. El gran cromatismo de sus obras tempranas se irá atemperando; Manrique buscará el rigor compositivo sobre la base de la geometría y de la espacialidad, al tiempo que proseguirá con la exploración permanente de la textura y la materia en el campo pictórico.

    En 1965, Manrique era un artista con estilo propio y reconocido. Decide consolidar su presencia en el panorama internacional y se instala en Nueva York, en donde residirá hasta 1968. En estos años, Manrique renovará el color de sus obras, enriqueciéndolo con nuevos efectos cromáticos, brillos metálicos y tonalidades más intensas. Además, incorporará técnicas como el collage y el assemblage. Pero en aquellos años, a la nostalgia y recuerdo intenso de su Lanzarote natal se une el inicio de la transformación paisajística y la puesta en valor de la extraordinaria naturaleza de la isla, en la que se instala de manera definitiva en 1968.

    La evolución de su pintura desde finales de los años 70 hasta el final de sus días deja entrever nuevas preocupaciones relativas a la disposición de la materia con respecto a la superficie del cuadro y a la significación del color. En estos años los motivos principales de su pintura están ligados a la arqueología, paleontología y antropología. La potencia plástica de su Lanzarote natal es la fuente de su imaginario, el almacén visual de texturas, gamas de color, volúmenes, ritmos compositivos, armonía y belleza natural, que deja al descubierto un universo elemental. En estos juegos del arte, el tiempo y la muerte existen.

    Es por estos años cuando su relación con el pintor grancanario Pepe Dámaso se intensifica y colaboran en alguna obra conjunta. Hacia 1972, Dámaso incluía el cuerpo fósil en sus cuadros. Seguramente, estos esqueletos rescatados pudieron ejercer en Manrique una influencia estética. Por este tiempo, su pintura ya no es puramente abstracta, sino que incorpora ciertos elementos representativos por necesidades expresivas. Estas imágenes se configuran como iconos, símbolos, expresiones primitivas que aluden al vínculo de la naturaleza actual y los tiempos primigenios. Se trata de formas embrionarias en la cadena de la evolución.

    A partir de los 80, la producción de Manrique presenta un mayor grado de libertad. Utiliza una técnica mixta con soportes variados (lienzo, tabla, arpillera, papel) y materiales diversos (plantas, trozos de lava, telas, minerales, acrílico), suaviza las acumulaciones volumétricas y su cromatismo se enriquece con matices luminosos. Destaca la serie Fauna Atlántica, diversas piezas seriadas y numeradas bajo el título genérico de Fósil. A ella pertenece esta obra, Fósil nº1, en la que en un fondo oscuro destaca una figura evocadora de la fauna marina arcaica que se presenta ocupando todo el protagonismo de la composición. En palabras de Luis Rosales: “Su pintura es una recreación del origen del mundo, ni más ni menos. Vemos en ella el mundo originándose. El natalicio de la tierra emergiendo del agua. Un mundo en cierto modo, sumergido y anterior a la luz, que comienza a nacer” .

    La superficie matérica evoca el origen del mundo, la génesis de la vida de la tierra en la que vive: “En mis lienzos, siempre me interesa la abstracción a partir de la recreación de la tierra que pisamos, su textura, su fuerza, su sombrío cromatismo, para luego perderme en el encuentro de la transformación de la vida integrada en la tierra, de su descomposición y su muerte, que cierra el ciclo, de nuevo en la tierra” .

    Así la vida, la naturaleza y el arte se entrelazan en la obra de César Manrique, en una simbiosis perfecta. Unos meses antes de su muerte, en el Discurso pronunciado en la inauguración de la Fundación que lleva su nombre, afirmaba: “En la búsqueda de lo desconocido es donde se halla la esencia de la creación, que encuentra las imágenes de su realidad dentro del mundo de los sueños. Siempre he buscado en la Naturaleza su condición esencial, su verdad oculta: el sentido de mi vida. La magia y el misterio que he hallado en ese largo camino de rastreo son tan reales como la realidad aparente y tangible”.

    Fuente: Cristina Mur de Víu, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Sinensis IV
    Sinensis IV
    Pablo Palazuelo de la Peña, 1990 Óleo sobre lienzo, 230 x 170 cm. Patrimonio Nacional

    En la pintura Sinensis IV las formas parecen develar un aire casi inmemorial. Sinensis IV es ejemplo de hasta qué punto las pinturas de Palazuelo evocan también el surgimiento de las formas en la oscuridad, portadoras éstas de una singular energía luminiscente debatiéndose entre las tinieblas. “Sinensis” -explicaba Palazuelo- significa chino en latín; he aquí otro título que evoca ciertas formas del antiquísimo arte chino. Palpitación bajo los signos, interrogación sobre la extensión de las formas en ese extraño centro invisible donde el número y la energía incandescen,Palazuelo presintió siempre el escalofrío del surgimiento de unas formas potentes y extrañas. Muchas de sus obras han de considerarse, en sus palabras, estructuras o sistemas abiertos, unidades de multiplicidad perceptible que sugieren las modalidades de su posible transformación, lo que el artista llamaba su vitalidad latente. Sinensis IV es composición de planos desplegándose con aire nervioso en un espacio donde un color de fondo, con aire de no-color, compone los límites de las superficies, claridad émula de luz o de sombra, en penumbra, formas que crecen recordando, justamente así, el carácter milagroso de esta propuesta, su consistencia alzada desde la inmaterialidad. Contemplación que, a través de la visión del artista, “es así transfigurada a imagen del alma que la transfigura” .

    Fuente: Alfonso de la Torre, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Toltec VII
    Toltec VII
    Pablo Palazuelo de la Peña, 1988 Acero cortén, 271 x 91 x 53 cm. Patrimonio Nacional

    Toltec VII es una escultura, como buena parte de las realizadas por Palazuelo, concebida en la fértil colaboración con el taller de Pere Casanovas en Mataró, integrada en un conjunto, bajo ese título, realizado entre 1985 y 2004. Escultura con aire totémico, es la suya una elevación de formas evocadoras de una ebriedad embargada de lo sobrio y sed de las líneas. Revela en ella Palazuelo la búsqueda incesante, inconsolable, que realizan las formas pareciera que buscando el reposo, generando nuevas formas entre la turbulencia del espacio. La escultura manifiesta así, en palabras de Palazuelo que vuelven a enlazar con el agua: “de forma mucho más accesible el dinamismo de lo aparentemente estático, los tránsitos, que son los que constituyen la formación. La quietud de todo ese movimiento me sugiere sensaciones semejantes a las que puede evocar el lento fluir del agua encalmada”.

    Balanceo de los planos mas, a la par, deseo de introspección en el interior del espacio, energía del despliegue de lo extendido más intensidad de lo que se adivina recóndito. Formas que se interrogan, ya sea sobre las formas angulosas mas también sobre lo sinuoso, y análisis concentrado realizado por este imaginativo introvertido -en palabras de Tharrats- o el pintor austero, en palabras de Joan Miró, versus el gramático para Bernard Dorival.

    El espacio es un refugio y justamente en su “Cuaderno de Paris” escribirá Palazuelo en los años cincuenta: “privada de reposo, la idea del espacio parece buscar sin cesar el infinito de la augusta presencia (refugio), moviéndose, en el infinito interior de la impotencia humana obsesionada por una visión, en ocasiones agitada y otras flébil, siempre desconsoladamente dirigida, mas en vano, hacia lo ilimitado”.

    Fuente: Alfonso de la Torre, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Alegoría de la Paz. Homenaje al XXV aniversario de la Constitución española de 1978
    Alegoría de la Paz.
    Homenaje al XXV aniversario de la Constitución española de 1978
    Guillermo Pérez Villalta, 2004 Temple sobre lienzo, 142 x 200 cm. Patrimonio Nacional

    Con ocasión del XXV aniversario de la Constitución, Patrimonio Nacional, entidad que conserva una riquísima colección de textiles, decidió encargar la fabricación de un tapiz conmemorativo. Decidió encomendar a Guillermo Pérez Villalta la realización del cartón preparatorio. La decisión se basaba en el excepcional interés de este pintor por las artes decorativas, consustancial a algunos aspectos de su propia pintura, que le había llevado a abordar con éxito, en varias ocasiones, proyectos muy variados en este ámbito.

    En 2003 el artista pintó un boceto para el cartón que, con algunas variantes, siguió en la composición de la obra definitiva. Respecto al mismo, señalaba, tres años después:
    “Este boceto es sin duda lo más complejo y elaborado que he realizado en el mundo del textil. […]Era una apoteosis de la exuberancia. Creo que en mi vida he hecho una cosa más compleja”.

    La escena recuerda las representaciones del paraíso terrenal, que presentan también una fuente en su centro y gran variedad de flores y frutos, con el Árbol del Conocimiento en el centro. También puede recordar, por su carácter mediterráneo y la perfección y el brillo de los frutos, al Jardín de las Hespérides, como el propio artista ha sugerido, aunque el color de estos y las flores de azahar que lo rodean indican que no se trata de manzanas, sino de naranjas, fruto levantino, y español, por excelencia. En algunas representaciones del Árbol del Conocimiento las naranjas sustituían a las manzanas. Se trata, en todo caso, de un locus amoenus de un huerto no cerrado, sino con su cancela abierta al fondo. Las vallas, más que un obstáculo, suponen, con sus perfectos rectángulos, circundados por setos de la misma altura, una delimitación racional del espacio de modo que todo el ámbito sugiere al fin una idea del jardín de España, ordenado por la Constitución.

    La fuente que ocupa el centro hace pensar en las representaciones de la fuente de la vida, de la gracia o de la juventud, frecuentes en la pintura renacentista flamenca e italiana, que aquí se asociarían a la Constitución a la que, como Pérez Villalta ha indicado, alude. El artista estiliza notablemente la representación, como se ve por ejemplo en las geométricas volutas y utiliza una combinación de distintas perspectivas. Así, las vallas laterales están tratadas según una perspectiva cónica con su punto de fuga en el Árbol del Conocimiento, situado en el eje central de la composición, mientras que el sillón de la Paz o la escalera están tratados en perspectiva caballera, lo que les da un cierto dinamismo.

    De la fuente surge el tronco del Árbol del Conocimiento. Su ramaje forma un armonioso arabesco, de cuidados roleos, similar a las que había utilizado en otros trabajos suyos, y más complejo por su amplio desarrollo, pero ordenado por la simetría, que no existía en cambio en el boceto, en la posición de las veintiuna naranjas en su copa.

    A la derecha, la representación de la Paz, sentada con la cabeza coronada con hojas de olivo. La figura está entre la esfera del cosmos y un libro abierto. Hay una conjunción entre ambos símbolos en la consideración del universo como el gran libro de la naturaleza pero seguramente aquí el libro es símbolo del conocimiento. En la Iconología de Cesare Ripa, la figura femenina apoyada en la esfera del cosmos representaba la Providencia. Su vestido púrpura lleva bordadas representaciones de granadas, fruto con un simbolismo muy amplio. Aquí aparecen abiertas, dejando ver las numerosas semillas, que parecen aludir a la fertilidad y, por ello, a la prosperidad y abundancia que acompañan a la Paz. Por otra parte también se asociaba la granada a Perséfone y la renovación estacional de la vida, y a Dionisos, dios griego del vino, asociado al placer y después al sacrificio, de la mayor importancia en la obra de Pérez Villalta.

    A la izquierda, el personaje masculino con la escalera y el farol que, como el artista indica, camina hacia el Árbol de la ciencia para coger sus frutos, viste una camisa bordada con representaciones de espirales, símbolo de reflexión introspectiva, que terminan en llamas, que representan la pasión por el conocimiento, así como gotas de sangre, expresivas del sacrificio. El personaje con farol lleva representaciones de ojos alusivas a la clarividencia. La escalera es en sí misma un símbolo de ascenso a una sabiduría que, por su color azul, revela un carácter espiritual. Es significativo que sea el único objeto que no queda limitado por el marco ni siquiera por la cenefa, como indicando que ese camino es infinito. Por otra parte el tratamiento de la luz, como en los restantes objetos y en las figuras, es esencial, pues da aquí una idea clara no solo de su entidad material sino de esa prolongación perspectiva.

    En el primer término, agrupados en los ángulos inferiores, un grupo de siete putti representan las artes, con símbolos, a la derecha, relacionados con la invención (el aeroplano en forma de ave), la arquitectura (el juego de construcción) y la ingeniería mecánica (la rueda). A la izquierda, uno de ellos cabalga una cornucopia dorada alusiva a la prosperidad y sujeta un racimo de uvas con expresión dionisíaca y la ambivalente significación relacionada con la fecundidad y el goce y el sacrificio. Sigue otro putto, relacionado con el juego y el movimiento, que sujeta en sus manos un molinillo de viento y un trompo.

    Al fondo aparecen, flanqueando al Árbol del Conocimiento, otros, como una palmera, árbol de la vida. Entre sus copas pueden verse estilizaciones de astros, con formas geométricas, y una degradación en franjas coloreadas del cielo desde el azul intenso de la parte superior hasta el anaranjado sobre el horizonte marino, que resulta muy apropiada para el efecto ornamental propio del tapiz.

    El jardín está poblado de plantas y flores que son invenciones del artista basadas en la botánica, en la geometría y en el diseño ornamental. Pintadas cada una con total autonomía, evitan, como en los antiguos mosaicos y tapices, toda superposición. Por ambas razones, presentan un marcado carácter decorativo y un cierto estatismo. Cabe recordar, en este sentido, la predilección del artista por la inmovilidad o, más bien, el tiempo detenido, consustancial a la pintura, expresada en un texto solo un año posterior a esta obra.

    Como en todo tapiz, la cenefa tiene gran importancia. En su parte inferior aparece, en letras capitales sobre un fondo de fingidos mármoles de colores, el título de la composición. Los laterales se resuelven, en consonancia con las referencias renacentistas del campo, como grutescos, de uso frecuente por parte del artista, quien ha señalado: “El grutesco ha sido otra fuente de fascinación para mí y un acercamiento a la escuela de Rafael por otros caminos”. A la izquierda, junto a discos planos, hay formas con marcado volumen, como la esfera de cristal que está en el centro, la rama de olivo con aceitunas bajo ella, que arroja incluso su sombra sobre el fondo y, más abajo, un espejo biselado, atributo de la prudencia y de la memoria inconsciente, y una veleta con los puntos cardinales, referencia de orientación geográfica del territorio español.

    Una vez concluida la obra, en 2005-2006 se realizó en la Real Fábrica de Tapices de Madrid, a partir del cartón, un tapiz de alto lizo en seda y lana. Este no tuvo las grandes dimensiones inicialmente previstas, sino las mismas del cartón, no demasiado grandes para una obra en esta técnica.

    Fuente: Javier Barón, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Gris vertical
    Gris vertical
    Albert Ràfols-Casamada, 1987 Patrimonio Nacional

    Tanto Gris vertical como L’Aventura pertenecen a uno de los momentos más brillantes de la producción del pintor catalán Albert Ràfols-Casamada, cuando toda su anterior trayectoria parece cristalizar de una forma armónica en el presente, sin estridencias ni corte alguno. Una evolución muy fluida que se remonta a sus inicios de pintor, hacia la mitad de la década de los años cuarenta.

    Ràfols-Casamada sería uno de los pintores barceloneses modernos claramente heredero del Noucentisme, movimiento inventado por Eugenio d’Ors. Esta evolución de Ràfols-Casamada fue siempre muy placida, él nunca mató al padre, no tenía el porqué hacerlo, ya que de alguna forma éste sería quien le marcaría el camino a seguir. Albert Ràfols i Cullerès (Barcelona, 1892-1986) era un artista discreto, autor de algunas obras exquisitas sin embargo, es el caso del retrato de su hijo Albert, realizado en 1937, quizás uno de sus mejores lienzos, bastante alejado de la comercialidad reinante en la que se acabaría moviendo a la perfección. El joven Albert aprendió de su padre el gusto por la composición, el saber mirar el paisaje pero también las escenas domésticas de interior como fuente de inspiración, el cómo se debe manejar la pintura para crear un fondo interesante, el complejo juego del claroscuro en la superficie de un lienzo para que resulte equilibrado.

    En casa de los Ràfols se vivía un ambiente culto y muy bien informado se pasó definitivamente a pintor antes de acabar la carrera. Lejos de seguir de una forma mimética la obra paterna se dejó influir pronto por el “picassianismo” i el “matissianismo” de la ya tardía entonces École de Paris, en los años cuarenta i primeros cincuenta, justo en ese momento crucial que él decide ser pintor.

    El viaje obligado a París, en 1950, y gracias a ello, el contacto con la pintura de Nicolas de Staël serían decisivos para esta evolución tan plácida como, con el paso de los años, finalmente radical. Hacia finales de los años cinquenta y los primeros sesenta, el estilo del artista ya aparece bastante definido en lienzos algo texturados que se integran en la corriente informalista catalana del momento, pero que a la vez mantienen la composición ordenada y serena de las obras figurativas iniciales. La irrupción del Pop Art, sobretodo el norteamericano más que el inglés, influirán en Ràfols-Casamada y durante los años sesenta el collage estará muy presente en sus lienzos, en los que se perfilará la estructura geométrica, casi arquitectónica, reforzada por líneas y ángulos creando espacios vacíos, y siempre dulcificada por pinceladas suaves e insistentes que la desdibujarán intencionadamente. Además de Rauschenberg, será el maestro del collage de la vanguardia histórica, Kurt Schwitters, uno de los autores que más influirá en el pintor catalán y cuya obra conoció de primera mano en París. En esta época quedará ya perfectamente definida la exquisita paleta de colores de Ràfols-Casamada, azules intensos, rojos teja, ocres y marrones, rosados y blancos… toques de verdes y amarillos…

    Con la llegada del arte conceptual, que en Catalunya, tuvo un gran arraigo durante los primeros años setenta y sus primeros viajes a Estados Unidos tomaría contacto directo con la pintura de los artífices del expresionismo abstracto más genuino y también con la de otros autores consagrados como, el entonces ya fallecido, Mark Rothko.

    El amplio bagaje del artista, su universo y sus influencias, dará pie a la etapa de máximo esplendor de su pintura que se consolidará en la década siguiente, la de los años ochenta, en la que todo parece confluir con excelentes resultados. Gris vertical se sitúa de lleno en esta etapa. El formato extremadamente vertical, como si se tratase de un formato marina tradicional, en panorámica, pero girado, crea un gran dinamismo a la composición, a pesar de que tenga la placidez habitual de casi todas las composiciones del artista catalán. A la vez, la forma alargada y el tamaño grande, confieren un aire de mural, de paño de pared pintado. El fondo es sutil, a base de pinceladas amplias y pintura arrastrada de un mismo color, que deja entrever un poco el fondo claro de la tela, como en un fresco en la que el estuco ha ido absorbiendo el pigmento de una forma irregular y vibrante. El color gris del fondo confiere un aspecto crepuscular, de nocturno, en el que unas cuantas formas geométricas aparecen repartidas de forma regular a lo largo del lienzo. Dos rectángulos –uno de ellos, el del primer término apenas dibujado– y dos triángulos situados rítmicamente uno encima de otro, como forma y reflejo. Un tercer triangulo girado, situado en el extremo superior da dinamismo al conjunto, mientras que una contundente línea vertical, situada en la derecha, y casi de arriba abajo, aguanta la composición general.

    Esos triángulos, una forma geométrica bastante habitual en el pintor, pueden remitir así mismo al Mediterráneo, tal como es el caso de muchas otras obras. En este sentido, la referencia a una marina sería bastante evidente, y el vibrante fondo gis podría ser una evocación nocturna del mar. Toda la superficie del lienzo está plagada de pequeñas y suaves pinceladas en negro y en blanco, adquiriendo la obra un cierto aire cósmico. Estas suaves pinceladas se pueden interpretar, también, como reflejos en el agua. Los toques de rojo, ocre, verde y blanco, dan cuerpo y una enigmática luz a las formas geométricas que, a pesar de todas las referencias que intentemos buscarles, resultan indescifrables, y crean, en conjunto, una composición contemplativa, hipnótica y serena.

    Fuente: Josep Casmartina i Parassols, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Corazones que vuelan libres
    Corazones que vuelan libres
    Alberto Reguera, 1993 Acrílico y pigmento sobre lienzo, 100 x 100 cm. Patrimonio Nacional

    La abstraction lyrique, surgida en el París de la segunda posguerra mundial, ha encontrado, tanto en aquel tiempo como en fechas más recientes, gran eco en la escena española.

    En 1996, es decir, pronto hará veinte años, el llorado Dámaso Santos Amestoy propuso, en el MEAC madrileño, una colectiva que tituló Líricos del fin de siglo: Pintura abstracta española en los años noventa. Además de él, en el catálogo escribíamos Enrique Andrés Ruiz –que trazaba un adecuado paralelismo entre aquella década del noventa, y la del cincuenta- y el firmante de estas líneas. En esa muestra Grau o Diego Moya representaban la conexión con lo inmediatamente anterior.

    En el caso de Reguera, la lírica es consustancial a su mirada, a su ser. Las sugerencias de aguas, de cielos con leves nubes, de nieves, comparecen una y otra vez en sus cuadros abstractos. La naturaleza es para él, como para algunos de los abstraits lyriques franceses, o como para los norteamericanos Joan Mitchell o Sam Francis, o como para algunos de nuestros maestros de aquella misma época, un tejido de sensaciones que luego reelabora en la memoria.

    Reguera no necesita tener el paisaje delante, para sentirlo, para pintarlo. Paisajes interiores, a la postre, tanto los canejianos, como los reguerianos. Si los del primero, creador de vocación sedentaria, son exclusivamente de Castilla, Reguera en cambio es pintor errante, que se siente en casa en muchos lugares del mundo. Podríamos decir, en ese sentido, que a su memoria castellana, basamento de su obra, se han ido superponiendo –un poco como se superponen las capas en sus cuadros, por lo general de mucha materia- otras varias memorias.

    Corazones que vuelan libres (1993), el vibrante cuadro en verdes y amarillos, de un metro por un metro, que, fruto de un reciente regalo institucional, representa a Reguera en la colección de Patrimonio Nacional, constituye un buen ejemplo de su arte. Paisaje abstracto, atmosférico y como sin límites, en él todo fluye, hay una sensación de continuum, de mundo en expansión, de abolición –muy monetiana- de las fronteras entre la tierra y el agua y el aire, de mundo flotante, por decirlo con un maravilloso término japonés.

    Arte casi musical de la repetición y de la diferencia: Corazones que vuelan libres constituye un buen ejemplo de la capacidad de Reguera para el mismo. La música es parte importante de su vida. No hay que olvidar que entre sus pinturas, a menudo de resonancias nocturnas, inspiradas en Mendelssohn, Grieg, Debussy.

    Fuente: Juan Manuel Bonet, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Dora Maar 19.9.83
    Dora Maar 19.9.83
    Antonio Saura, 1983 Óleo sobre lienzo, 193 x 94,5 cm. Patrimonio Nacional

    Hay tres momentos en la obra de Picasso, escribió Antonio Saura, en los que practicó, de forma manifiesta, la mirada cruel [Saura 1999]. En su caso, uno de esos momentos privilegiados lo sitúa Saura cuando decidió dejar de ser abstracto, en pleno triunfo de la abstracción, y referirse, por primera vez, a la imagen del cuerpo humano, estructura dominatriz "para no perder pie, para no caer en el caos absoluto" [Saura 1992]. A partir de 1954, el cuerpo de la mujer está presente en la mayoría de las obras de Saura, "reducido muchas veces a su más elemental presencia y sometido a toda clase de tratamientos teratológicos" [Saura 1992].

    No ha de extrañar, por tanto, que el Museo Picasso de Antibes le invitó a participar en la exposición Bonjour Monsieur Picasso (1983) Saura eligiese visitar pictóricamente el pequeño retrato de Dora Maar: Femme au chapeu bleu, fechado el 3 de octubre de 1939, que había visto en una retrospectiva. "Está clarísimo que este cuadro de Picasso, si yo lo escojo es porque ese cuadro ya estaba pintado por mí. Y por Picasso, claro; pero coincidiendo, podríamos decir, grafológicamente conmigo" contó Saura a Julián Ríos en larga entrevista. A la propuesta siguió el reto personal de pintar una exposición en un mes, a partir del esquema prestado. Del encierro de catorce horas diarias en el taller salieron muchísimos cuadros, tantos que no todos pudieron presentarse en la exposición Saura/Dora Maar d'après Dora Maar/Portraits raisonnés avec chapeau celebrada en la galería Stadler de París (1983). De inmediato surgió la necesidad de continuar la serie, de perpetuarla en el tiempo hasta convertirla en género pictórico.

    La máscara africana de la cultura Basonge que colgaba en una de las paredes de su taller atrajo la mirada de Saura fijando "abruptamente la reconfortable correspondencia con el modelo escogido". En la máscara estaba el origen. Ante el lienzo, Saura situó los puntos cardinales: al este, masa crespa o cabello, invadida en ocasiones por la proliferación colindante; al oeste, la nariz en forma de trompa, como un apéndice, llenador de espacio. Ambos puntos pueden invertirse o duplicarse, a diferencia del norte y el sur, siempre invariables y ocupados por zonas oscuras. En el norte, la sombra del sombrero; lo primero que pinta, para no olvidarlo. En el sur, la sombra del cuerpo. Es en la intersección de los cuatro puntos donde sucede el conflicto que cuelga de la sombra-sombrero y se apoya en la sombra-cuerpo, base y raíz. Decisiones vertiginosas sin posibilidad de vuelta atrás, la voluntad de acción es lo único que interesa. Con apenas cuatro colores: ocre amarillo, siena tostada o pardo de marte, negro y blanco mezclado. Colores del espíritu de la tierra. Saura descubre con sorpresa que Velázquez en Las Meninas solo utilizó seis colores: ocre claro, siena tostada, tierra de Sevilla, carmín, blanco y negro.

    En opinión de Saura, Picasso fue el único pintor que cambió de lugar los signos del rostro, reconstruyéndolos, transformándolos, alterándolos, impulsado por la necesidad de violentar la naturaleza. Basta con observar los retratos de Dora Maar pintados "mediante crueles hachazos", quizás "las imágenes mas extremosas del odio amoroso pintado" [Saura 1999]. "Ausente la caricatura, presente el humor y la crueldad, los retratos de Dora Maar nos muestran fehacientemente la expresión de un impulso destructor focalizado obsesivamente en la figura humana, a través de una de las más extremosas recreaciones del rostro practicadas hasta la fecha, constituyendo, además, la imagen más verídica y la menos anecdótica de una época trágica. Damas narigudas, crispadas como en un autorretrato de Van Gogh, histerizadas en su prisión rectilínea, damas cubiertas de sombreros concebidos como cardos, vestidas de colegiala, sentadas en sillones monacales, damas de perfil-sombrero, de signos cambiados cercados con precisión y rabia, damas presentes en habitaciones sugeridas, diosas madre, Gorgonas, prostitutas, lolitas; todo ello sin duda a un tiempo en la consecución de un arte afirmativo, cruel y patético, donde la fascinación por la imagen femenina -su fetiche- se plantea en signos de manifiesta contradicción y dual permanencia. Un engranaje perfecto tras el sometimiento del signo a una organicidad bárbara y racionalmente flexible, obediente a un pensamiento plástico frente al cual la aparición de lo monstruoso obedece tanto al impulso que lo genera como a la razón de su plástica necesidad" [Saura 2001].

    Tras la subasta de los bienes que siguió a la muerte de Dora Maar (París, 1997) Alan Riding escribió de ella que tan solo era una larga y olvidada nota a pie de página en la vida de Picasso. Cuando Saura decidió visitarla pictóricamente habían pasado cuarenta años de su ruptura con Picasso. Dora Maar artista, mujer culta, comprometida políticamente, bella, seria y distante, melancólica y conflictiva, enigmática, pasional, extremadamente frágil y presa de furiosos arrebatos que asustaron a Bataille y Picasso, dos de sus amantes. Entre sus fotografías, Portrait d'Ubu, que presentó en varias exposiciones surrealistas, era el de un feto de armadillo de garras afiladas, como sus propias uñas, larguísimas y limadas a la moda. Las mujeres de Picasso son diosas en la pintura de Saura, resultado de un deseo estrictamente plástico que exalta la pincelada, la mancha, el gesto, el golpe y el vertido incontenible en su inmediatez de brochazos y garabatos. En el marasmo gestual de proliferación ilimitada, la figura regresa cuando Saura decide poner disciplina, preservando en el espacio del cuadro el esquema de la imagen genesíaca donde toman posición lo monstruoso, lo obsceno, lo convulso y destemplado.

    Deseo de liberarse del peso de la historia a través del pasado haciéndose, notificó Saura. "En realidad nunca se escoge en vano, hallando en el espejo deseado el reflejo de otros espejos. En este caso preciso, la elección responde sin duda a un proceso de identificación en donde la carambola no debe excluirse. Complacencia al contemplar a Dora Maar travestida de Felipe II, o viceversa, disimulada incluso con hábitos antípodas" [Saura 1992].

    Fuente: Chus Tudelilla, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Columna
    Columna
    Eusebio Sempere Juan, 1974 Acero cromado, 180 x 42 x 38 cm. Patrimonio Nacional

    Eusebio Sempere es uno de los artistas españoles más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Su obra siempre en torno a la abstracción geométrica algunas veces cinética y otras más lírica y paisajista, muestra una trayectoria artística de una coherencia impecable. Sus obras son fruto de un trabajo riguroso y continuado sobre la forma geométrica, la ilusión óptica y la sensación de movimiento, aunque poseen un lirismo muy singular y una gran belleza formal.

    Estudió en Valencia, en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos donde las enseñanzas del arte moderno estaban proscritas. Marchó entonces a París donde se instaló durante doce años. En la capital francesa abandonó para siempre la figuración y desarrolló su propio lenguaje abstracto geométrico que plasmará con una obstinada perfección en pinturas, esculturas y obra gráfica. Años después, en 1960 regresó a España instalándose en Madrid. Sin abandonar la abstracción geométrica su obra discurre por el paisaje castellano, absorbiendo formas, texturas y colores del grupo de amigos informalistas con el que se relaciona en torno al Museo de Arte Abstracto de Cuenca o en la galería Juana Mordó de Madrid. Cosecha éxito y reconocimiento, está presente en bienales y exposiciones nacionales e internacionales.

    Las esculturas de Sempere son, dentro de su producción artística, un acercamiento a la modernidad: trabajos en tres dimensiones que el artista inicia casi en paralelo a sus gouaches, tablas o serigrafías pues responden a un mismo interés plástico: la geometría, la búsqueda de la luz y el movimiento…. “Mis trabajos en tres dimensiones no los considero esculturas, y por eso los llamo móviles. Podríamos calificarlos de antiesculturas, puesto que las formas son mínimas y construidas por el despliegue de un módulo repetido. Gravitan en el espacio, sin peso, al reflejar la luz que reciben de su entorno”.

    Sempere comenzó experimentando con el volumen en los años 50 a través de sus Relieves Luminosos .

    Sus primeras obras verdaderamente escultóricas aparecen en 1963 con la construcción de las esculturas negras o Rejas móviles I.

    A finales de los años 60 Sempere buscó nuevas propuestas basadas en el rigor matemático y realizó una serie de esculturas cromadas basadas dotadas de movimiento manual o mecánico, sustentadas por una base cuadrada o circular a las que denominó “Órgano”, “Torre”, “Cubo”, “Pentágono”, o simplemente “Móvil”.

    A partir de 1972 Sempere centra la investigación en torno al volumen en una serie de obras denominadas esculturas cromadas colgantes. A esta serie pertenecen las enigmáticas “Columnas”.

    La Columna realizada en 1974 es una espléndida pieza perteneciente a esta última de las etapas escultóricas del artista. La estructura es muy simple aunque tremendamente eficaz: una varilla de acero cromado de sección circular se suspende colgada de forma vertical; en ella se ensartan de forma perpendicular, un total de 90 varillas independientes, también de acero cromado, pero de sección cuadrangular con forma de “Z”, como él mismo las denominaba. La terminación biselada en ángulos distintos provoca la expansión la luz. La disposición ordenada o caótica de las varillas confiere múltiples posibilidades a la forma de la Columna aunque el artista parece que prefirió trascender el movimiento circular en tanto que resultado y efecto óptico llegando a reproducir el movimiento en espiral, es decir, el movimiento que rompe el círculo cerrado y se proyecta hacia el infinito ascendiendo y descendiendo” .

    En esta Columna, las varillas flotan y las líneas se han convertido gracias a la repetición finita de un módulo conocido, en volumen perceptible pero falso. “Brillantes, juguetonas, atractivas”, las esculturas suspendidas de Sempere se comportan en el espacio redefiniéndolo. Mientras las pinturas e incluso las serigrafías de Sempere están cargadas de un aire intimista, de un recogimiento siempre necesario para su contemplación, la escultura despliega ante sí brillos y luces de fiesta...al tiempo que sobrecoge la ingravidez y la belleza metálica. La obra transforma el espacio y modifica el ánimo del espectador. “La escultura de Sempere toma así un cierto carácter espectacular, en el que el espectador asiste a la ilusión provocada por las irisaciones, juegos lumínicos y efectos visuales, que no sólo tienen que ver con las cualidades per se de la escultura sino por el giro generalmente sobre un propio eje, y en el que la luz natural tiene una gran importancia” .

    La escultura de Eusebio Sempere adquiere una gran importancia dentro de su trayectoria artística pese a que una y otra vez el artista niegue su oficio de “escultor”: "mis últimos trabajos son una serie de módulos a los que yo no llamo esculturas, porque yo no soy escultor y el concepto de escultura es muy serio. Son temas tratados en tres dimensiones, empleando las sensaciones materiales en oscuro o claro, el cromado que refleja la luz… Por eso cuando me dicen que por qué he hecho los móviles –a los que yo llamo artefactos-, respondo que ha sido como un camino mío abierto de experimentación, no sé si válido o no, para crear esos materiales y para hacerlos brillar en el espacio…

    Ciertamente el trabajo escultórico de Sempere es un acercamiento a la modernidad. No le interesan los métodos escultóricos clásicos: ni vaciados, ni moldes, ni modelados. Tampoco se siente identificado con materiales tan nobles como la piedra o el bronce; si sus pinturas, cercanas a la tradición miniaturista son deudoras de la gran pintura barroca, - Zurbarán, Velázquez, Vermeer…-, la escultura semperiana se instala en su tiempo: materiales y técnica empleados por la industria en otros menesteres se someten al rigor matemático y varilla a varilla, conforman un volumen escultórico que a la vez y paradójicamente, está emparentado con el espíritu clásico. Aciertos y desaciertos en ese inagotable territorio geométrico que avanza de manera gradual, desde sus primeras esculturas hasta las últimas; la plena conciencia de un recorrido coherente y un permanente sentido de búsqueda. “La otra vertiente de mi búsqueda se dirige hacia un tanteo del espacio contando con materiales que emplea la técnica actual. Formas simples, geométricas (de hierro o acero cromado) se agrupan ordenadamente o se repiten en el aire, expandiéndose por medio de la luz reflejada en efectos móviles que multiplican la sensación poética, reinventándola en el tiempo” nos dice el propio artista.

    Es el tiempo el que fluye y se detiene, palpitando, entre los interminables destellos de la escultura semperiana.

    Fuente: Rosa Mª Castells González, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Sin tener hora de ocaso
    Sin tener hora de ocaso
    Soledad Sevilla, 1985 Acrílico sobre lienzo, 220 x 186 cm. Patrimonio Nacional

    Los dos grandes lienzos de Soledad Sevilla titulados Sin tener hora de ocaso y Viene con ella a conversar la luna, ejecutados ambos en 1985, pertenecen a una de las series más emblemáticas y conocidas de la autora, La Alhambra. Una serie que ocupará varios años de su producción y que, como su propio nombre indica, toma como motivo un espacio arquitectónico y simbólico singular como es el conjunto palaciego nazarí de la ciudad de Granada. Las dos obras han de entenderse como un díptico, el día y la noche, las imágenes nocturna y diurna del mismo elemento: el Patio de los Arrayanes del monumento granadino.

    En 1969 y 1970, la artista encontrará un ámbito de reflexión en torno a la abstracción geométrica, los problemas y condicionamientos de la percepción espacial y la interrelación de las formas. Desde finales los años sesenta hasta 1978, hay un esfuerzo por codificar un sistema basado en pocos elementos: primero el hexágono, algo más tarde el cuadrado, módulos básicos a partir de los cuales se obtienen otros por desplazamiento, por simetría, por giros, o bien cambiando los colores.

    En 1984 Soledad Sevilla pasa la primera de sus múltiples estancias en Granada en donde acometió los primeros dibujos y lienzos de pequeño formato que servirían de guía para las grandes piezas. En 1987 buena parte de sus alhambras se presentaron al público en Granada. En el catálogo de la muestra la artista hacia una recapitulación sobre esta serie y la presentaba así:
    “En el trabajo que he desarrollado a lo largo de cuatro años, he intentado reflejar la huella que han dejado en mí los aspectos, tanto superficiales como profundos, de la arquitectura de la Alhambra. Formas visuales y estados de ánimo han constituido la materia prima que ha amalgamado la pintura que he ido produciendo en este periodo, centrado sobre tres temas nacidos de la contemplación del mundo de la Alhambra: la magia de las puertas, la magia de los reflejos y la magia de las sombras. Todos ellos transformados en espacio, espacio que se ha intentado fijar en las telas a través de brumas, insinuaciones y luces» . Son tres los lugares del monumento nazarí que la artista ha identificado respectivamente con estos temas: el Cuarto Dorado, el Patio de los Arrayanes y el Patio de los Leones.

    Los principios geométricos de la decoración de la Alhambra se basan en una serie de elementos clave: la simetría, la existencia de una sola unidad de composición (en general un cuadrado o un polígono), el crecimiento lineal con el que cualquier unidad geométrica cerrada puede transformarse o ser reemplazada por líneas de crecimiento infinito y por último la rotación respecto a dos o más ejes.

    Pero la Alhambra aportó también nuevos elementos a su quehacer artístico: será en esta serie donde Soledad Sevilla comience a incorporar de forma más evidente al lenguaje de la geometría y la abstracción, el elemento poético y emocional, abriéndose así un nuevo camino en su proceso creativo. Es curioso comprobar cómo la propia forma de titular sus creaciones intensificará esa relación con lo poético a partir de sus alhambras.

    Las alhambras se singularizan gracias a títulos que derivan de las inscripciones poéticas que cubren diferentes lugares de la arquitectura nazarí.

    Una buena parte de los versos que dan nombre a los lienzos de la serie de la Alhambra están extraídos de la Sala de las Dos Hermanas, situada en uno de los flancos del Patio de los Leones, y se deben al poeta nazarí IbnZamrak. Nos interesa destacar este detalle en relación con las obras de la Colección de Patrimonio Nacional, objeto de este texto. El titulo de la primera de ellas Viene con ella a conversar la Luna, procede, en efecto, del poema.

    Cuando Soledad Sevilla decide pintar en este díptico el Patio de los Arrayanes, no trata de hacer una representación formal del mismo. En realidad, el deseo de la artista es captar, por una parte, ese espacio mágico, envolvente, cambiante según la iluminación del sol o de la luna y, por otra, reflejar la condición especular de la realidad, ese mundo de espejos que trastoca e invierte el sentido de las cosas y que en este caso se hace posible gracias a las aguas inmóviles de la gran alberca que preside el patio y que recoge la imagen desdibujada del arco central del pórtico.

    El titulo de la segunda parte del díptico, Sin tener hora de ocaso, procede, con una pequeña variación, de otro poema inscrito en una de las dos alacenas situada a la entrada de la Sala de la Barca (esta sí, situada en el Patio de los Arrayanes) y también hace referencia al paso del día a la noche, el ocaso, o utilizando las propias palabras de la artista de cómo “donde estuvo el día luminoso, se desborda la noche y el silencio”. Creo que podemos afirmar que a partir de esta serie poesía y pintura serán inseparables en su obra: “Siempre pretendo transformar los temas en un resultado que plásticamente emocione, que sea poético, y si eso desaparece no es mi intención”. También su indagación sobre la Alhambra nos anuncia ese ir y venir entre polos opuestos tan característico de su práctica artística a partir de ese momento: lo estático y lo móvil, lo efímero y lo permanente, la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo, la emoción y la razón, lo real y lo ficticio, la figuración y la abstracción.

    Es evidente que la enseñanza de la Alhambra fue fundamental para la artista. La profundización en la propia historia del monumento le reveló cómo el conjunto más célebre de la arquitectura islámica es mucho más de lo que se ve, está cargado de simbolismos sujetos a diversas interpretaciones. Pero, sobre todo, le mostró cómo las grandes obras de arte nos cuestionan sobre la realidad que contemplamos y nos conectan con nuestra experiencia vital. Esta capacidad del arte como conductor de emociones fue la gran lección que dio nuevos sentidos a su obra.

    Fuente: Yolanda Romero, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Viene con ella a conversar la luna
    Viene con ella a conversar la luna
    Soledad Sevilla, 1985 Acrílico sobre lienzo, 220 x 186 cm. Patrimonio Nacional

    Los dos grandes lienzos de Soledad Sevilla titulados Sin tener hora de ocaso y Viene con ella a conversar la luna, ejecutados ambos en 1985, pertenecen a una de las series más emblemáticas y conocidas de la autora, La Alhambra. Una serie que ocupará varios años de su producción y que, como su propio nombre indica, toma como motivo un espacio arquitectónico y simbólico singular como es el conjunto palaciego nazarí de la ciudad de Granada. Las dos obras han de entenderse como un díptico, el día y la noche, las imágenes nocturna y diurna del mismo elemento: el Patio de los Arrayanes del monumento granadino.

    En 1969 y 1970, la artista encontrará un ámbito de reflexión en torno a la abstracción geométrica, los problemas y condicionamientos de la percepción espacial y la interrelación de las formas. Desde finales los años sesenta hasta 1978, hay un esfuerzo por codificar un sistema basado en pocos elementos: primero el hexágono, algo más tarde el cuadrado, módulos básicos a partir de los cuales se obtienen otros por desplazamiento, por simetría, por giros, o bien cambiando los colores.

    En 1984 Soledad Sevilla pasa la primera de sus múltiples estancias en Granada en donde acometió los primeros dibujos y lienzos de pequeño formato que servirían de guía para las grandes piezas. En 1987 buena parte de sus alhambras se presentaron al público en Granada. En el catálogo de la muestra la artista hacia una recapitulación sobre esta serie y la presentaba así:
    “En el trabajo que he desarrollado a lo largo de cuatro años, he intentado reflejar la huella que han dejado en mí los aspectos, tanto superficiales como profundos, de la arquitectura de la Alhambra. Formas visuales y estados de ánimo han constituido la materia prima que ha amalgamado la pintura que he ido produciendo en este periodo, centrado sobre tres temas nacidos de la contemplación del mundo de la Alhambra: la magia de las puertas, la magia de los reflejos y la magia de las sombras. Todos ellos transformados en espacio, espacio que se ha intentado fijar en las telas a través de brumas, insinuaciones y luces» . Son tres los lugares del monumento nazarí que la artista ha identificado respectivamente con estos temas: el Cuarto Dorado, el Patio de los Arrayanes y el Patio de los Leones.

    Los principios geométricos de la decoración de la Alhambra se basan en una serie de elementos clave: la simetría, la existencia de una sola unidad de composición (en general un cuadrado o un polígono), el crecimiento lineal con el que cualquier unidad geométrica cerrada puede transformarse o ser reemplazada por líneas de crecimiento infinito y por último la rotación respecto a dos o más ejes.

    Pero la Alhambra aportó también nuevos elementos a su quehacer artístico: será en esta serie donde Soledad Sevilla comience a incorporar de forma más evidente al lenguaje de la geometría y la abstracción, el elemento poético y emocional, abriéndose así un nuevo camino en su proceso creativo. Es curioso comprobar cómo la propia forma de titular sus creaciones intensificará esa relación con lo poético a partir de sus alhambras.

    Las alhambras se singularizan gracias a títulos que derivan de las inscripciones poéticas que cubren diferentes lugares de la arquitectura nazarí.

    Una buena parte de los versos que dan nombre a los lienzos de la serie de la Alhambra están extraídos de la Sala de las Dos Hermanas, situada en uno de los flancos del Patio de los Leones, y se deben al poeta nazarí IbnZamrak. Nos interesa destacar este detalle en relación con las obras de la Colección de Patrimonio Nacional, objeto de este texto. El titulo de la primera de ellas Viene con ella a conversar la Luna, procede, en efecto, del poema.

    Cuando Soledad Sevilla decide pintar en este díptico el Patio de los Arrayanes, no trata de hacer una representación formal del mismo. En realidad, el deseo de la artista es captar, por una parte, ese espacio mágico, envolvente, cambiante según la iluminación del sol o de la luna y, por otra, reflejar la condición especular de la realidad, ese mundo de espejos que trastoca e invierte el sentido de las cosas y que en este caso se hace posible gracias a las aguas inmóviles de la gran alberca que preside el patio y que recoge la imagen desdibujada del arco central del pórtico.

    El titulo de la segunda parte del díptico, Sin tener hora de ocaso, procede, con una pequeña variación, de otro poema inscrito en una de las dos alacenas situada a la entrada de la Sala de la Barca (esta sí, situada en el Patio de los Arrayanes) y también hace referencia al paso del día a la noche, el ocaso, o utilizando las propias palabras de la artista de cómo “donde estuvo el día luminoso, se desborda la noche y el silencio”. Creo que podemos afirmar que a partir de esta serie poesía y pintura serán inseparables en su obra: “Siempre pretendo transformar los temas en un resultado que plásticamente emocione, que sea poético, y si eso desaparece no es mi intención”. También su indagación sobre la Alhambra nos anuncia ese ir y venir entre polos opuestos tan característico de su práctica artística a partir de ese momento: lo estático y lo móvil, lo efímero y lo permanente, la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo, la emoción y la razón, lo real y lo ficticio, la figuración y la abstracción.

    Es evidente que la enseñanza de la Alhambra fue fundamental para la artista. La profundización en la propia historia del monumento le reveló cómo el conjunto más célebre de la arquitectura islámica es mucho más de lo que se ve, está cargado de simbolismos sujetos a diversas interpretaciones. Pero, sobre todo, le mostró cómo las grandes obras de arte nos cuestionan sobre la realidad que contemplamos y nos conectan con nuestra experiencia vital. Esta capacidad del arte como conductor de emociones fue la gran lección que dio nuevos sentidos a su obra.

    Fuente: Yolanda Romero, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Flor Negro
    Flor Negro
    José María Sicilia, 1987 Acrílico y pigmento sobre lienzo, 300 x 300 cm. Patrimonio Nacional

    La obra forma parte de una serie de veinte, cuyas grandes dimensiones y formato cuadrado de tres por tres metros fueron pensados por el artista en función del espacio donde habrían de exponerse.

    La pintura es fruto de un trabajo que se inició en 1985 en Nueva York, a partir de motivos de flores, y continuó en el verano de 1986 en Bolonia (Cádiz), donde trabajó con una gama muy restringida de colores, los que allí se empleaban para pintar las paredes: albero ocre, albero rojo, blanco y negro. La serie supuso un avance hacia una visión totalmente abstraída de la flor, antes identificada por la representación muy sintética de su corola y su tallo.

    El proceso material de ejecución de la obra, que parte de la preparación por el propio artista del lienzo, es muy relevante para el resultado final. A la primera capa de pintura acrílica en rojo añadió pigmentos ocres, aplicados directamente con las manos sobre la capa aún húmeda de la pintura. Por encima, cubrió con una capa de cola y, nuevamente, con pintura con pigmento en seco. Solían producirse desgarros al aplicar este último, produciéndose grietas y desprendimientos en los que no dejaba de intervenir el azar. En el centro de la composición aparece una mancha negra cuyo borde izquierdo era rectilíneo, conseguido mediante una reserva con cinta, pero luego volvió a trabajar por encima, transgrediendo los límites de esa vertical. A esa forma alude el adjetivo negro del título, en tanto que la flor es el resto, en tonos más claros, con la vibración de algo orgánico.

    En la estructura del cuadro, como en la mayoría de la serie, es decisiva la dialéctica entre figura y fondo, que anticipa una de las preocupaciones esenciales del artista, la aparición misma de la forma, y el modo en el que emerge desde el fondo. Aquí este proceso ocurre de modo abrupto.

    La ambigüedad acerca de lo que está pintado en la capa superior y lo que aparece en la inferior es, por ello, muy importante en estas obras. El brillo de la luz y la materia pueden hacer pensar en los ecos que en el suprematismo existieron de la pintura de iconos. Influyó además, a Sicilia, según declaración propia, la reflexión matissiana sobre la cuestión de la relación entre figura y fondo.

    En relación con este cuadro, Sicilia ha escrito:

    Ver es antes del saber, antes del lenguaje. "Yo veo" es nuestro primer momento de extrañeza.
    Cada espacio blanco o negro de Flor negro dice "yo soy el otro", "yo soy la carne", "yo soy la sombra".
    La imagen no es el signo, la imagen es la posibilidad de que el uno sea el otro, es el gesto que nos hace, la imagen se encarna no cuando ella proyecta un mundo, sino cuando hace que este mundo tenga formas improbables, no codificables.
    Una aparición como campo de batalla, una herida donde la perspectiva se invierte.
    La imagen se forma donde debe formarse, donde alcanza la vida.
    Ver es perder.
    jms , septiembre 2015

    Al artista le interesaban, en efecto, las cuestiones del momento primordial de la formación de la imagen. Su aspiración era que el cuadro, en su estado final, revelase su aparición, irreductible a cualquier otra forma como expresión del sujeto y como espacio de posibilidad. De ahí la ambigüedad, que el título fomenta, entre abstracción y figura. En este sentido, es reveladora la frecuencia de hasta cinco ocasiones con la que aparece la denominación Flor negro en el conjunto de esta serie, vinculada así también a una dualidad entre la presencia y lo ausente, entre la posibilidad de significación y el silencio.

    Fuente: Javier Barón, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Closing Down (Red)
    Closing Down (Red)
    Darío Urzay, 2001 Óleo, resina y fotografía sobre madera. 200 x 170 cm. Patrimonio Nacional

    Los vértices que franquean el campo de investigación de Darío Urzay se traducen en numerosas series que, en ocasiones, se solapan entre sí y evolucionan durante años.

    Las inquietudes formales que condicionan sus primeros trabajos pictóricos están formuladas estilísticamente como abstractas, pero siempre desde la conciencia de que lo abstracto no significa necesariamente una negación de lo real, las nuevas obras de Darío Urzay revelarán un universo que no será concebido como expresión interior o emocional, sino como una herramienta de adecuación a las circunstancias de su entorno.

    Darío Urzay pertenece a una generación de artistas que tendrá que enfrentarse a los gastados repertorios de la tradición pictórica moderna y que pondrán en funcionamiento nuevas estrategias que buscarán socavar el imperativo de pureza para encarnar nuevas cotas de libertad expresiva.

    En esta aproximación a las bases conceptuales y formales de la producción madura de Darío Urzay no podemos atender a todas las variables que marcan el rico devenir de su producción. Ahora bien, un elemento fundamental, por las consecuencias que determinará en su obra, será precisamente el de desdibujar los límites entre la pintura y los por entonces denominados nuevos medios, como la fotografía y el vídeo. La aportación, entendemos que esencial, de Darío Urzay a esta poética de lo híbrido llegará a partir de los años noventa determinada por su interés por erosionar la frontera entre aquello que entendemos por verdad y apariencia, en un momento marcado «por la evolución de las tecnologías de la imagen y el cambio que introducen en la idea misma de mundo como en su percepción y consumo».

    Este «desmontaje de la retórica gestual» a través de una asociación imaginaria entre la pulsión escópica y el gesto inconsciente desvela que si Darío Urzay está atraído por algo «no lo es por la vieja capacidad reconocida de la fotografía para captar o hacerse o reproducir la realidad externa a la cámara. Nada le dice lo que acontece fuera de ella, sino, por el contrario, lo que le fascina es lo que con ella puede verse de los intersticios de esa materialidad fugaz» . Fotografía, por tanto, que convierte el acontecimiento en abstracción y que establece un corte tanto en el tiempo como en el espacio y que permite nuevas lecturas de lo real.

    En el desarrollo de su investigación, Darío Urzay tomará conciencia de que el proceso de transformación evolutiva de la fotografía y su tratamiento a través de procedimientos digitales acentuará las posibilidades de su hibridación con lo pictórico. Darío Urzay utiliza las herramientas digitales para crear imágenes que son el punto de partida de una honda reflexión sobre los límites de la pintura contemporánea o, en otras palabras, «el gran mérito o revolución tiene que ver con que Urzay es uno de esos artistas que ha logrado pintar sin pinceles». Y efectivamente, la técnica será siempre un instrumento al servicio de la sintaxis plástica y de la codificación final de la imagen.

    Pinturas negativas

    Estas abstracciones mestizas alcanzarán un momento álgido de «pirateo voraz de técnicas y procedimientos de medios distintos y contrapuestos» en la serie Pinturas negativas, que el artista inicia en Nueva York a finales de 1997. En este conjunto utilizará los valores cromáticos de los negativos fotográficos para generar imágenes que dilatan el proceso de entendimiento; o dicho de otro modo, creará piezas crudas que requieren de un último proceso para ser leídas en toda su complejidad, etapa que el artista transfiere metafóricamente a aquel que mira: «Pinturas acabadas que contuvieran imágenes inacabadas, imágenes en estado de latencia: el espectador sería el encargado de acabarlas, de transformarlas. Es como si yo le diese a alguien el negativo de una fotografía y él tuviera que ir al laboratorio a positivarlo, para poder verlo, porque no está acostumbrado a ver las imágenes en negativo y necesita saber cuál es la realidad a la que eso se refiere, cuál es el referente de la imagen».

    Closing Down (Red), obra del año 2001 perteneciente a la colección de Patrimonio Nacional, es un brillante ejemplo de esta línea de investigación. El punto de partida es una imagen fotográfica que ha sido manipulada digitalmente; de este modo, el ordenador funciona como «segundo obturador, como dispositivo de postproducción de la imagen capturada» capaz de generar un plano sobre el que, ahora sí, el artista interviene con pigmentos y resinas que en ningún momento usurpan la tersa superficie de lo fotográfico. Pero más allá del virtuosismo de los procedimientos técnicos, el núcleo central de la obra lo configura su propia conceptualización como una imagen atravesada por la incertidumbre, abierta a un futurible, que transcribe la certeza de que no existe una manera única de ver: «El modo de aprehender es múltiple y a veces está en el intersticio entre dos opuestos, y en la diferencias entre ambos está lo real».

    Podemos recordar los textos de Roland Barthes acerca de la muerte del autor, en los cuales se postula otra manera de entender la obra: es el lector quien construye el texto, escrito o visual. Sin embargo, no es el imperativo de una demanda de traducción de negativo a positivo, del verde visible al rojo posible, lo que el artista lanza finalmente al observador. Se trata, en realidad, de una invitación a provocar una imagen mental capaz de reactivar esa percepción distraída que corresponde a nuestro tiempo de opulencia visual; pintura que funciona, pues, como un espejo fracturado «que intenta dar cuenta de la dislocación contemporánea de la mirada, cuando el ojo no es un ser en estado salvaje, sino un residuo corporal que está sometido al vértigo de la seducción icónica, al imperio de los simulacros y a la contaminación del imaginario». En definitiva, lo que Darío Urzay parece estar planteando es la inoperancia de buscar la plenitud semántica en una obra que habla de un mundo fracturado y surcado por divergencias. Su producción plástica encarna como la de pocos artistas de su generación la capacidad de no aceptar la servidumbre de la mera seducción visual y enunciar el arte como una herramienta generadora de múltiples significados.

    Fuente: Carlos Delgado Mayordomo, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)

  • Nuance
    Nuance
    Esteban Vicente, 1990 Óleo sobre lienzo, 132 x 162’5 cm. Patrimonio Nacional

    La obra abstracta de Esteban Vicente abarcó de 1949 a 2001. Al principio se vinculó con los artistas que protagonizaron el movimiento expresionista abstracto estadounidense.

    A esa tendencia abstracta, no sin evoluciones, su obra se mantuvo fiel durante medio siglo. Y el lienzo que aquí se comenta, realizado en 1990, a la edad, por lo tanto, de ochenta y siete años, es un ejemplo de ello. Él es una buena muestra de la manera como el creador español entendió esta modalidad de creación y, en general, el propio arte de la pintura, en donde el juego plástico entre la superficie bidimensional, los materiales empleados y los colores utilizados se convirtió en principal protagonista.

    Efectivamente, sobre un fondo de dominante azul puede verse cómo Vicente ha ido disponiendo todo un conjunto de manchas de diferente forma, tonalidad, tamaño y proyección, que contribuyen a dinamizar esa superficie, estableciendo una serie de planos en el interior de la composición. En este sentido, la tensión entre lo bidimensional y las tres dimensiones, entre la opticalidad y la tactilidad, entre las tonalidades frías y calientes, entre lo vertical y lo horizontal y entre lo más saturado y lo más leve, se hace en esta serie de obras de la última década de su vida más evidente. Una tensión resuelta siempre, para el caso de Esteban Vicente, en un delicado equilibrio formal, el cual es uno de los grandes valores de su producción. Y todo ello, también, con una extraordinaria armonía y una destacada contención.

    En esta manera de trabajar resulta fundamental la idea de paisaje interior con la que Esteban Vicente trató de explicar el núcleo de su producción, y desde la que debe entenderse el cuadro aquí catalogado. “Si tuviera que definir la temática de mi pintura -señaló el artista - diría que se trata de un paisaje interior. Esta imagen se transforma en el tema. Siempre es la misma idea, la misma imagen basada en una acumulación de experiencias. No sé si hay alguien que pueda identificar esta imagen. Cuando digo paisaje, me estoy refiriendo a cierta estructura. La estructura de la pintura es paisaje, pero no el color. Por eso digo que son paisajes interiores”.

    Así que estructura, forma y también color son elementos fundamentales que articulan la composición. Para Vicente, y esto es algo que debe tenerse en cuenta a la hora de valorar trabajos como éste, el arte es por encima de todo orden, una suerte de escritura o caligrafía en donde lo que importa es la estructura y cómo las cosas se llaman unas a otras, teniendo siempre presente el sentido de la escala en la composición y que de esa ordenación se desprenda una sensación de totalidad, de poder ver con claridad todo el conjunto. “Lleva mucho trabajo mover los objetos, organizarlos, hasta que llegas a sentir algo sobre ellos”, le gustaba afirmar a Vicente cuando reflexionaba acerca sus lienzos. Por lo tanto, nada más alejado en el arte de este creador para materializar sus búsquedas que vías como las del azar y el automatismo, tan queridas por otros artistas del expresionismo abstracto, lo cual no debe despistar acerca de su consideración sobre otro elemento como es la intuición, para Vicente tan querida, y que él consideraba también guía crucial de su creación. En definitiva, todo en la aproximación a la obra de este artista resulta muy meditado, aunque el resultado final transmita la sensación de haber pasado por el filtro de lo ágil y espontáneo, lo cual es también uno de los grandes rasgos de su trabajo.

    Y dentro de esa trama perfectamente estudiada resulta fundamental el color, y la manera que este tiene de articularse en planos. Para Vicente el color es la luz, hasta el punto, como en otra ocasión llegó a aseverar, de que “lo que a mí me interesa es la capacidad del color para convertirse en luz. Evito las pinceladas, porque terminan siendo superficiales y en cierta medida artificiosas. Lo que quiero cada vez más es mantener la totalidad en el reino del color. Utilizo colores opuestos, pero con tonos parecidos. No hago bocetos”. Para el caso concreto de este lienzo, se trata de distintas gamas de azules, amarillos, rojos y blancos, muy queridos a lo largo de toda su producción. Es más, para Vicente, el azul era un color que debía ser siempre buscado; el amarillo era una gama que se inclinaba hacia la luz; el rojo era un color solar, caliente, masculino; mientras que el blanco, color del que el pintor subrayaba siempre su importancia y complejidad, era lunar, frío, femenino y volátil. De igual modo, el artista valoraba mucho el efecto físico de los colores, no sólo con respecto al ojo, sino también con respecto al resto de sentidos: “hay que tratar los pigmentos adecuadamente; dejar que el color funcione como tal. El color no debe ser mudo, el color también debe sonar”. Unos colores, a través de los cuales se alcanza esa luminosidad tan especial que tienen los cuadros de Esteban Vicente, que siempre son opacos, nunca transparentes, pues esa transparencia conducía en su opinión a una forma rechazable de artificiosidad. Y que nunca, dentro de un mismo cuadro, debían ser muy variados. En este sentido, aunque Vicente buscara la sensualidad de la materia, para él la pintura tenía que ser pobre, limitada y austera en recursos.

    Todas estas nociones de orden, estructura, construcción, manipulación de los medios plásticos y organización de los planos de color están en la base de su propio concepto de abstracción, que él definió de la siguiente manera: “Una abstracción es una experiencia relativa a la realidad. Las formas existen en alguna parte y uno se mueve hasta allí y las expresa. La abstracción tiene que ver con la forma y la idea básica relativa a la materialidad del mundo. Uno crea formas; provienen de la experiencia, y a fin de que lleguen a ser, uno ha de substraer, analizar, eliminar. No es algo amorfo; es preciso, real”. Así, a la luz de esta explicación, un cuadro como Nuance, palabra francesa quepuede traducirse como “matiz”,debe ser entendidocomo la articulación de todo un conjunto de experiencias y sensaciones extraídas de la realidad, que el artista ha ido acumulando previamente en su memoria y que se materializan en una imagen abstracta como es la que el pintor definió.

    Nuance pertenece a una serie de pinturas realizadas por Esteban Vicente a lo largo de la década de 1980 y primeros años de la siguiente, en la que se aprecia la sensualidad, la marcha de este creador hacia una progresiva depuración, decantación y despojamiento de las formas, lo cual alcanzó su máxima expresión en las obras realizadas dos años antes de su fallecimiento.

    Fuente: Alfonso Palacio, en Arte contemporáneo en Palacio. Pintura y escultura en las Colecciones Reales (Catálogo de la exposición)