Selección de los Comisarios

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  • Felipe el Bueno, duque de Borgoña

    Felipe el Bueno, duque de Borgoña

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  • Isabel la Católica

    Isabel la Católica

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  • Multiplicación de los panes y los peces

    Multiplicación de los panes y los peces

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  • El vizconde de Lautrec

    El vizconde de Lautrec

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  • Retrato de hombre con capa terciada y gorra

    Retrato de hombre con capa terciada y gorra

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  • Felipe II en la jornada de San Quintín

    Felipe II en la jornada de San Quintín

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  • Príncipe don Carlos de Austria

    Príncipe don Carlos de Austria

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  • Don Juan de Austria armado

    Don Juan de Austria armado

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  • Carlos V con un capotillo forrado en lobos cervales

    Carlos V con un capotillo forrado en lobos cervales

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  • Archiduque Alberto de Austria

    Archiduque Alberto de Austria

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  • Isabel de Austria, reina de Francia

    Isabel de Austria, reina de Francia

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  • Retrato de la familia de Giovanni Battista Gillio

    Retrato de la familia de Giovanni Battista Gillio

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  • La comunión de la Virgen o La familia del archiduque Carlos de Estiria

    La familia del archiduque Carlos de Estiria

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  • La Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia.

    La Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia.

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  • Felipe II

    Felipe II

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  • El conde duque de Olivares

    El conde duque de Olivares

    El conde duque de Olivares
  • Felipe III de busto

    Felipe III de busto

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  • Felipe III

    Felipe III

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  • Margarita de Austria

    Margarita de Austria

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  • Felipe (IV), Príncipe de Asturias, a la edad de siete años

    Felipe (IV), Príncipe de Asturias

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  • Ana Mauricia de Austria

    Ana Mauricia de Austria

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  • Felipe III rezando ante Nuestra Señora del Consuelo

    Felipe III rezando ante Nuestra Señora del Consuelo

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  • Mariana de Austria, orante

    Mariana de Austria, orante

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  • Felipe IV, orante

    Felipe IV, orante

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  • Sor Ana Dorotea de Austria

    Sor Ana Dorotea de Austria

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  • Carlos II

    Carlos II

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  • La reina doña Mariana de Austria

    La reina doña Mariana de Austria

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  • Felipe V a caballo

    Felipe V a caballo

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  • Felipe de Borbón

    Felipe de Borbón

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  • Retrato de Fernando de Borbón

    Retrato de Fernando de Borbón

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  • Carlos de Borbón, duque de Parma

    Carlos de Borbón, duque de Parma

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  • Infanta María Isabel de Borbón

    Infanta María Isabel de Borbón

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  • Carlos III como gran maestre de su Orden

    Carlos III como gran maestre de su Orden

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  • Fernando IV, rey de Nápoles, a caballo

    Fernando IV, rey de Nápoles, a caballo

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  • Fernando IV de Nápoles

    Fernando IV de Nápoles

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  • María Carolina de Nápoles

    María Carolina de Nápoles

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  • Carlos Antonio de Borbón como Hércules niño

    Carlos Antonio de Borbón como Hércules niño

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  • Carlos IV, cazador

    Carlos IV, cazador

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  • La reina María Luisa de Parma con mantilla

    La reina María Luisa de Parma con mantilla

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  • Carlos IV, rey padre

    Carlos IV, rey padre

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  • El príncipe Maximiliano de Sajonia

    El príncipe Maximiliano de Sajonia

    El príncipe Maximiliano de Sajonia
  • Isabel II, niña, estudiando geografía

    Isabel II, niña, estudiando geografía

    Isabel II, niña, estudiando geografía
  • La infanta Luisa Fernanda de Borbón

    La infanta Luisa Fernanda de Borbón

    La infanta Luisa Fernanda de Borbón
  • La reina Isabel II con la princesa de Asturias

    La reina Isabel II con la princesa de Asturias

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  • El rey consorte Francisco de Asís de Borbón

    El rey consorte Francisco de Asís de Borbón

    El rey consorte Francisco de Asís de Borbón
  • La infanta Luisa Fernanda de Borbón

    La infanta Luisa Fernanda de Borbón

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  • Infanta María Isabel de Borbón

    Infanta María Isabel de Borbón

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    La reina María Cristina

    La reina María Cristina
  • Alfonso XIII con uniforme de húsar

    Alfonso XIII con uniforme de húsar

    Alfonso XIII con uniforme de húsar
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  • Felipe el Bueno, duque de Borgoña
    Felipe el Bueno, duque de Borgoña
    Taller de Rogier van der Weyden (Roger de la Pasture), Hacia 1450 Óleo sobre tabla de roble, 42 x 26 cm; marco original integrado, 51 x 36,8 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Este retrato de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, de Rogier van der Weyden, puede datarse hacia 1450. El aspecto, la indumentaria y el peinado de Felipe sugieren que el retrato fue pintado en torno a esa fecha, y que sería el prototipo de las restantes versiones.

    Felipe el Bueno, duque de Borgoña, aparece representado sobre un fondo de panelado de madera por el que desciende por su lado izquierdo un insecto parecido a una cochinilla.

    Probablemente el retrato es una réplica producida en el taller del artista quien, además de importantes cuadros de temas religiosos y profanos, pintó retratos de muchos de los personajes más ilustres de la corte borgoñona.

    No se conoce ningún otro retrato del artista con remate en sección semicircular de la parte superior, aunque sí gustaba de ese tipo de composiciones en otras obras como el Tríptico de Miraflores o los Siete Sacramentos.

    Felipe el Bueno fue un príncipe francés de la familia de los Valois, que en 1419, tras el asesinato de su padre, Juan sin Miedo, heredó numerosos territorios. El único hijo legítimo que sobrevivió a Felipe fue Carlos el Temerario, cuya única hija, María de Borgoña, se casó con Maximiliano I, archiduque de Austria y, más tarde, emperador del Sacro Imperio Romano. Su hijo Felipe el Hermoso contraería matrimonio en 1496 con Juana, hija de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

    Felipe el Bueno fundó, en 1430, la Orden del Toisón de Oro, que debe su nombre al vellocino de oro recuperado por el héroe Jasón. En el retrato, Felipe luce la cadena de la orden, formada por pedernales y eslabones de acero, con un colgante que representa el vellocino.

  • Isabel la Católica
    Isabel la Católica
    Juan de Flandes, Hacia 1500-1504 Óleo sobre tabla, 63 x 55 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Este retrato de Isabel la Católica fue un regalo que los monjes hicieron a Felipe V y a su mujer María Luisa de Saboya a raíz de su visita a la cartuja de Miraflores, Burgos. El retrato estuvo en el Palacio Real de Madrid, donde permaneció hasta que se llevó en la década de 1940 al Palacio Real de El Pardo. En el año 2004 se volvió trasladar a Madrid.

    Isabel la Católica tomó a su cargo el costear las obras y el ornato de la cartuja de Miraflores, destinada a acoger los restos de su padre Juan II y de su madre Isabel de Portugal, segunda esposa del monarca, así como también los de su hermano el infante don Alonso.

    Este retrato, atribuido a Juan de Flandes, muestra a Isabel la Católica envejecida, pese a que su edad no era avanzada, ya que murió con 53 años. Debe corresponder a los últimos años de su vida, tras sufrir tres pérdidas muy dolorosas: la del heredero, el príncipe don Juan en 1497; y las de sus otros dos herederos, su primogénita Isabel, reina de Portugal, fallecida en 1498, y el hijo de esta, el príncipe don Miguel, que vivió solo hasta 1500. Con el futuro del reino en manos de doña Juana, que ya había dado signos de su desequilibrio mental, no es de extrañar que se manifestaran en el rostro de la reina Católica las huellas de todas las penas sufridas.

    Se trata de un retrato de carácter representativo, en el que el pintor flamenco muestra a la reina ante un fondo neutro, de busto, en posición ligeramente escorzada, con el rostro dirigido hacia la derecha, con expresión ensimismada. La ausencia de contenidos simbólicos es propia de la imagen real a fines del siglo XV en los reinos hispanos. De ese modo, concentra la atención en el rostro envejecido de la reina, fuertemente iluminado, destacado del fondo oscuro y del brial de color pardo verdoso con gran escote. Y también lo hace la rica camisa blanca que asoma del brial, bordada con listas negras con el borde decorado en el que alternan leones rampantes y cuatro barritas entrecruzadas. Isabel la Católica muestra el cabello recogido rodeando las mejillas y cubierto por un lienzo blanco tupido que le cubre parte de la frente y sobre él lleva una cofia transparente. Todo ello se cubre con otro lienzo transparente que desciende sobre los hombros y une sus puntas sobre el pecho con un rico joyel que forma una cruz de brazos iguales y bajo ella una venera con una piedra preciosa con engarce triangular en su interior.

  • Multiplicación de los panes y los peces
    Multiplicación de los panes y los peces
    Juan de Flandes, Hacia 1496-1504 Óleo sobre tabla, 21 x 16 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    La Multiplicación de los panes y los peces forma parte del llamado políptico de Isabel la Católica, un conjunto extraordinario de tablas con bellísimas escenas tipo miniatura de la vida y Pasión de Cristo, que muestran la clase de religiosidad de carácter privado de la reina. Su reducido tamaño permitió que pudieran acompañarle en sus viajes, como lo corrobora el hecho de que aparecieran en Medina del Campo cuando la reina murió en 1504.

    La almoneda de los bienes de Isabel la Católica, habla de la existencia de 47 tablitas de que constaba en su origen, procediéndose de inmediato a su desmembramiento ante la puesta en venta de las tablas en pública almoneda. Esta es la razón por la que solo han llegado hasta nosotros un total de veintisiete pinturas, hoy repartidas entre distintas colecciones europeas y americanas.

    De las diez tablas compradas en la dicha almoneda por Francisca Enríquez, marquesa de Denia, solo se conservan el Cristo con la cruz a cuestas y la Crucifixión del Kunsthistorisches Museum de Viena , así como la Aparición de Cristo a su Madre de la Gemäldegalerie de Berlín . El Cristo y la samaritana vendido al «alcayde de los donceles», Diego Fernández de Córdoba, ingresó en el Musée du Louvre en 1926, y de las cuatro que quedaron sin adjudicar, únicamente se conoce el paradero de una, la Aparición de Cristo a su Madre acompañado por los patriarcas de la National Gallery de Londres.

    El lote más importante, compuesto de 32 piezas, fue el reunido por Margarita de Austria en su palacio de Malinas. A la muerte de Margarita en 1530, solamente se registran las 20 que fueron heredadas por su sobrino Carlos V, quien las regala a su mujer Isabel de Portugal. De esta forma, se integraron en las colecciones reales españolas, como así le ocurrió a esta Multiplicación de los panes y los peces, describiéndose por primera vez en ellas en el inventario del Alcázar de Madrid de 1600, hecho a la muerte de Felipe II.

    Los resultados de los últimos análisis técnicos llevados a cabo por Patrimonio Nacional no ofrecen ninguna duda sobre la existencia de una única mano para las veintisiete tablitas, hecho que ha llevado a concluir que las dichas variaciones existentes entre las tablas obedecen exclusivamente a la evolución artística de Juan de Flandes desde los inicios de su actividad en Castilla.

  • El vizconde de Lautrec, más conocido como El hombre de la perla
    El vizconde de Lautrec, más conocido como El hombre de la perla
    Michel Sittow, Hacia 1515-1517 Óleo sobre tabla de roble, 22,2 x 18,8 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    El magnífico retrato del Hombre de la perla responde a los modos de representación más característicos del pintor hanseático Michel Sittow, claramente ligados al mundo flamenco por su formación en la escuela de Brujas.

    Dichas notas se hacen sentir no solo en la minuciosidad de su ejecución técnica o en la destreza de su dibujo, sino también en su fidelidad al prototipo de retrato instaurado por el máximo representante de dicha escuela Hans Memling. Por ello, sus retratos siempre reproducen una sencilla imagen en formato de busto y en ligera disposición de tres cuartos sobre un fondo neutro.

    En este retrato, un fondo rojo es el que hace resaltar al personaje de largas cabellera y barba cortadas a la misma altura, ataviado con sayo y ropón pardo forrado interiormente de piel de castor, por el que asoma una camisola blanca plisada. Del alto bonete negro de su cabeza pende el único atributo distintivo de su rango, un broche en forma de flor de lis de diamantes con una perla pinjante, símbolo ligado a la corona francesa.

    El retrato aparece por primera vez documentado en el inventario de Isabel de Farnesio del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso de 1746, donde se atribuía a Alberto Durero.

    El Hombre de la perla podría considerarse obra del período tardío de la actividad de Sittow, en torno a su segundo viaje a España y su paso por los Países Bajos, no solo por el atuendo a la moda de esos años, sino también por su proximidad a otros retratos seguros del artista de esa etapa, como el de Christian II de Dinamarca o el de Diego de Guevara

    José Luis Sancho propuso muy acertadamente la identificación del retratado con Odet de Foix, conde de Cominges y vizconde de Lautrec, por su gran parecido con el retrato de cuerpo entero de este personaje que se encuentra en el Palacio del Senado de Madrid, procedente de la antigua colección del marqués de Leganés.

  • Retrato de hombre con capa terciada y gorra
    Retrato de hombre con capa terciada y gorra
    Corneille de La Haye, Hacia 1534 Óleo sobre tabla, 17,5 x 13,8 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Este pequeño retrato de busto de un personaje de la burguesía es un buen ejemplo de la retratística refinada de Corneille de Lyon, llamado así por su larga estancia en esta ciudad, en la que logró crear un género de gran éxito en la corte lionesa de los Valois y entre los coleccionistas de mediados del siglo XVI, gracias a la perfecta conjunción de la minuciosidad técnica propia de su formación flamenca con la elegancia del retrato-miniatura francés.

    El artista se concentra en presentar el rostro del personaje, visto en posición frontal, otorgándole una dimensión más humana y más cercana al espectador, frente a la fórmula de tres cuartos preferida por sus contemporáneos. Todo ello lo consigue gracias a una delicadeza y habilidad técnica muy precisas, a base de toques con ligeras veladuras, como las que también utilizó para obtener ese particular fondo verde sobre el que destaca al representado, fórmula colorística que tanto éxito alcanzó entre sus seguidores de la corte francesa.

    Sin embargo, la capa terciada o cruzada, que deja ver el filo de una camisa blanca ligeramente festoneada, y la gorra de color pardo están tratadas con una técnica mucho más suelta y esbozada, que hace resaltar más aún la fisonomía del rostro y su caracterización psicológica, frente a otros retratos del momento que se centran en dignificar a los personajes a través de sus indumentarias y atributos. Los ojos, que miran muy fijamente al espectador, son de una especial intensidad expresiva, conseguida a partir de la inclusión de un punto blanco en el iris del ojo y al trazado de unas líneas negras muy finas que circundan la cavidad ocular. Bien expresivas del modo de retratar de Corneille son también la forma tan pormenorizada de pintar el cabello, las cejas y el incipiente bigote, o la distribución de las sombras marcadas por una fuerte luz, especialmente las que modelan la mandíbula, la mejilla izquierda, la nariz ligeramente aguileña o la comisura de los labios.

  • Felipe II en la jornada de San Quintín
    Felipe II en la jornada de San Quintín
    Antonio Moro, 1560 Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    En este retrato aparece representado el rey Felipe II (1527-1598) de cuerpo entero, conforme iba vestido el día de la batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557.

    Va enfundado en el arnés de la armadura de las aspas o cruces de Borgoña, parte de la guarnición «de a caballo» realizada por Wolfgang Grosschedel (act. h. 1517-1562) en Landshunt hacia 1551. Se caracteriza por la decoración de anchas fajas verticales grabadas al aguafuerte, en las que alternan los pedernales con llamas y las aspas flanqueadas por los eslabones del collar de la orden en forma de B, en alusión a Borgoña. El peto está presidido por la Inmaculada Concepción, con un valor protector, mientras que en el espaldar estaba representada santa Bárbara. El ristre también indica que era una armadura ecuestre.

    Se le muestra como general del ejército por el bastón que empuña en la derecha, mientras que la otra mano apoya en la espada a juego con el puñal. Los brazos van protegidos por mangas de malla.

    Felipe II calza botas enceradas con espuelas doradas que nos indican que se acababa de bajar de uno de los magníficos caballos en los que montó en estas operaciones militares, elemento reñido con el trozo de malla que protege la bragueta, más propio de la infantería. El atuendo se completa con el Toisón que pende de su cuello de una cinta roja de seda, en lugar de la negra o dorada que solía usar a diario. Este detalle, al igual que los brazaletes rojos en forma de roseta, le identificaría en la batalla como miembro del ejército español frente a la cruz blanca francesa.

    Sabemos que supervisaba las tropas de esta guisa, como relata un cronista de la campaña: «saliendo armado a la ligera sobre un caballo de España tordillo, con una armadura bellísima hecha en Alemania, con bello diseño con una celada de infante de a pie, dentro de la cual había un penacho de garza sin nada más encima de la armadura, que una gran banda». Este testigo presencial refiere que Felipe II apareció en el campo acompañado de caballeros con vestiduras bordadas de oro y plata, como son las calzas que se dejan ver bajo las escarcelas que protegen las piernas del rey.

  • Príncipe don Carlos de Austria
    Príncipe don Carlos de Austria
    Jooris van der Straeten o Cristóbal de Morales, h. 1562 Óleo sobre lienzo, 98,5 x 85 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    Don Carlos (1545-1568) fue el primogénito del primer matrimonio del entonces príncipe Felipe (II) con su prima María Manuela de Avis, que murió en el sobreparto.

    En este retrato el príncipe viste media armadura pavonada con fajas doradas con motivos vegetales. Al arnés con ristre se añaden las escarcelas que se sujetan con correas de cuero para proteger los muslos. Los brazos se cubren con hombreras y guardabrazos. Sobre el bufete descansa una celada borgoñona de la misma guarnición, acolchada internamente en tela carmesí.

    Un análisis del lienzo con luz ultravioleta reveló que la banda roja del brazo y el lazo del que pendería el toisón de oro se añadirían posteriormente, quizá en imitación al retrato paterno por Antonio Moro de 1557. Estos elementos ya se describen en 1598 e identificarían al joven como miembro del ejército español. Aunque Felipe II le concedería el Toisón en el capítulo celebrado en Amberes en enero de 1556, no le entregaría el collar hasta el 24 de septiembre de 1559 en Valladolid.

    El presente ejemplar sería la primera versión del retrato, posiblemente pintado «del natural», como parecen indicar los hasta tres arrepentimientos, que se aprecian a simple vista, en la posición de la mano que descansa sobre la mesa que en principio estaba más atrás.

    Respecto a su autoría, elementos como la mano sobre el bufete apuntan al flamenco Jooris van der Straeten, dada la gran similitud que guarda con la de la reina de Francia, Isabel de Austria (1544-1592).

  • Don Juan de Austria armado
    Don Juan de Austria armado
    Alonso Sánchez Coello, Finales de 1567 Óleo sobre lienzo, 99 x 85 cmo Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    Don Juan de Austria, nacido en Ratisbona en 1547 de los amores del emperador Carlos V con Barbara Blomberg, no será presentado oficialmente en la corte española hasta 1559, cuando se le dota de Casa y una generosa asignación económica. Desde entonces será el compañero del príncipe heredero don Carlos (1545-1568) junto al príncipe de Parma, Alejandro Farnesio (1545-1592), todos de edad similar.

    Desde inicios de 1565 Felipe II solicita el retrato de don Juan para la galería de retratos familiares del palacio de El Pardo a Sánchez Coello. Se presenta al hermanastro del rey de mayor edad, con una incipiente barba.

    La armadura que luce don Juan estaría pavonada, acabado muy frecuente en las guarniciones de la época. Aparte de su belleza en contraste con el dorado, contribuía a proteger el acero. El arnés y las escarcelas se enriquecen con fajas verticales doradas con rosetas inscritas en círculos, posiblemente grabadas. Los hombros llevan una protección adicional de dos rodeletas, características de la infantería, como el fragmento de malla metálica que protege su bragueta. De su cuello pende el collar del toisón corto «de ceremonia» con eslabones metálicos alternando con pedernales ardientes esmaltados de rojo y blanco. Su hermanastro le entrega esta dignidad con poca ceremonia el 14 de julio de 1566 en El Bosque de Segovia, donde estaba la familia real pasando el verano. En el retrato se remarca su condición de general del ejército español por la banda carmesí entretejida con oro que cruza su pecho y por el bastón de mando que empuña con decisión con su derecha. Su habilidad en el campo militar se refleja en la energía con que sujeta la empuñadura de su espada con la mano izquierda.

  • Carlos V con un capotillo forrado en lobos cervales
    Carlos V con un capotillo forrado en lobos cervales
    Jakob Seisenegger, 1530 Óleo sobre lienzo, 205 x 127,5 cm Patrimonio Nacional,Palacio Real de la Almudaina

    La importancia de este retrato de Carlos V con un capotillo forrado de Jakob Seisenegger radica en ser la primera efigie que lo representa de cuerpo entero y a tamaño natural del gran número de imágenes existentes de su persona.

    Además de este retrato de El Escorial, hoy en el Palacio de la Almudaina, el artista realizó para Fernando de Austria, de quien era su pintor de cámara, otros cuatro retratos del mismo formato del emperador entre 1530 y 1532 . El primero de ellos fue este ejemplar de El Escorial, pintado en Augsburgo. La modalidad de cuerpo entero no era nueva en el campo de la retratística, ya que contaba con ejemplos en el mundo germánico, pero la reinterpretación llevada a cabo por el artista fue fundamental para la configuración de la imagen posterior del emperador y, en general, para la del retrato cortesano de las siguientes décadas.

    El pintor retrata al emperador en este primer retrato con traje de corte, compuesto de un sayo nórdico o traje con faldón de color negro, con mangas acuchilladas con aplicaciones de seda verde ribeteadas con cordones dorados, y un ropón francés forrado con pieles de lobos cervales, así como también birrete, calzas y zapatos negros.

    La imprescindible insignia del Toisón de Oro pende de una cadena de oro que cuelga del cuello, adornado con un importante gorjal también de oro. Otros símbolos del poder real quedan establecidos, como la espada y daga al cinto, el cetro en la diestra y los guantes de gamuza en la izquierda. Con la elección de esta imagen civil, Carlos V quería resaltar su faceta más conciliadora, frente a la imagen más guerrera —con armadura y espada el alto—, propuesta por Tiziano en ese mismo año de 1530, porque aún pensaba en una paz con los protestantes.

    De acuerdo a la nueva iconografía de Carlos V establecida en los momentos previos a la coronación imperial en Bolonia en 1530, el emperador lleva el pelo corto, más clasicista, y la barba larga, no solo para disimular el prognatismo, sino también para asemejarse a los emperadores romanos y a su admirado Marco Aurelio. Sus párpados algo caídos y sus labios finos tratados de forma dibujística son los característicos de Seisenegger, al igual que la solería de mármol de losetas grises y rojas, sobre la que se dispone la figura en pie del emperador.

  • Archiduque Alberto de Austria
    Archiduque Alberto de Austria
    Franz Pourbus II, el Joven, hacia 1599 Óleo sobre lienzo, 226 x 131 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    Alberto de Austria (1559-1621) fue el octavo hijo de los quince nacidos del matrimonio entre el emperador Maximiliano II y la emperatriz María de Austria. Fue enviado desde Alemanias a la corte de su tío Felipe II en Madrid para ser educado en la doctrina católica y aprender el arte de gobernar. Fue Virrey de Portugal y más tarde Gobernador de los Países Bajos.

    El autor de este retrato es Franz Pourbus, apodado «el Joven», pintor nacido en Amberes que se formó en el taller de su padre. Este retrato corresponde a los primeros años de la carrera de Pourbus y en él se observa aún la influencia de Adriaen Thomasz Key (h. 1544-después de 1589), especialmente en el uso de un fondo neutro y en la forma de trabajar el rostro, pero también de Antonio Moro (1516/20-1576), en concreto en la disposición del retratado. En efecto, Pourbus repite de forma casi idéntica el esquema aportado por Moro en el célebre retrato que representa a Felipe II en la jornada de San Quintín.

    La figura de Alberto destaca en el espacio gracias al acertado uso de las sombras, en especial las trazadas por sus piernas sobre el suelo y las del bastón de mando sobre las calzas, así como las distribuidas en determinadas zonas de la armadura y de su brazo derecho. Con este recurso, Pourbus consiguió dar profundidad a la escena y resaltar al personaje sin recurrir a la presencia de mobiliario o de elementos arquitectónicos.

    El archiduque viste coraza y en su mano derecha lleva el bastón de mando en su condición de comandante del ejército español en los Países Bajos. En el brazo izquierdo luce anudada la banda roja de capitán general mientras descansa su mano sobre la empuñadura de la espada.

    El estilo de este retrato oficial influyó en otros posteriores del archiduque, como los realizados por Otto van Veen (h. 1556-1629) o Pieter Paul Rubens (1577-1640).

  • Isabel de Austria, reina de Francia
    Isabel de Austria, reina de Francia
    Jooris van der Straeten, 1573 Óleo sobre lienzo, 181 x 125 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    La archiduquesa Isabel nació en Viena el 5 de julio de 1554. Con tan solo cinco años fue prometida al futuro Carlos IX de Francia. La boda se celebró por poderes en octubre de 1570.

    Fue considerada en su tiempo un ideal de belleza. Brantôme la describió como dulce, prudente y virtuosa, a la vez que hermosa y elegante, características que se trasmiten en este retrato que muestra su imagen oficial como reina de Francia cuando contaba diecinueve años. Su autor fue Jooris (o Georges) van der Straeten, pintor nacido en Gante y formado en el taller de Frans Floris de Vriendt (h. 1519-1570). Esta es su única obra firmada.

    La joven Isabel se encuentra de pie, en una estancia tenuemente iluminada en la que solo destaca el cortinaje de terciopelo verde y la credencia cubierta por un tapete carmesí en donde posa su mano derecha. Isabel luce una saya abierta con amplias mangas cubiertas por piel de armiño, símbolo del elevado estatus del retratado. La camisa, adornada con perlas y pequeños botones, sigue el estilo de las que vestía su cuñada Isabel de Valois. El tocado es el conocido como French hood, o toca francesa, formado por una cofia de lino sobre la que se colocaba la crepite, un tejido más rico y vistoso y, sobre él, una pieza rígida, denominada paste, en la que se montaba la diadema, en este caso con perlas y piedras preciosas, de la que pende un velo negro. Su cabello se distribuye en dos partes a partir de una crencha central y queda recogido componiendo dos arcos simétricos.

    Luce un collar, ajustado bajo el cuello de lechuguilla, en el que se alternan flores de perlas y diamantes montados en cabujones. Del adorno que engalana su escote penden dos cintas de perlas y un medallón. Lleva, además, un cinturón que recorre toda la longitud de la falda con una cadena central rematada con un historiado colgante.

    El estilo de Straeten, se caracteriza por el uso de colores brillantes, por la elegancia en el modo de representar a los personajes y por el trabajo minucioso de los detalles.

  • Retrato de la familia de Giovanni Battista Gillio
    Retrato de la familia de Giovanni Battista Gillio
    Anónimo boloñés, 1600-1610 Óleo sobre lienzo, 190 x 112 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    Este magnífico lienzo procede de la colección que Carlos IV formó en su exilio en Roma. Bajo la estatua de san Jorge se encuentra un escudo con un lirio de plata, acolado al águila de dos cabezas coronada sobre fondo rojo que nos permite sugerir la identidad del personaje retratado y su familia. El carácter boloñés de la pintura es evidente, aunque no parece que su autor tuviera muy presentes las indicaciones dadas por el arzobispo de la ciudad, Gabriele Paleotti, sobre el modo de retratar a los personajes de alto rango en su Discorso intorno alle imagini sacre e profane (Bolonia, 1582). El prelado, afirmaba que los notables debían ser efigiados con «la gravedad y decoro que conviene a su condición, y no con perritos o flores o abanicos en la mano [...] no en acciones de diversión y no en otras maneras indignas de personas maduras y ejemplares». La actitud poco decorosa del pequeño glotón que abandona la escena dando la espalda al espectador mientras acaba de dar un bocado a la rosquilla (de la que caen algunas migajas) puede explicarse porque, al fin y al cabo, es un niño y no una persona madura y ejemplar, pero el papel del perrito ladrador que, excediendo su consueta función de símbolo de la fidelidad femenina, distrae al espectador con el cómico trampantojo de la mosca sobre su nalga. El retrato parece realizado ya en la primera década del siglo XVII. Quizá fue pintado en Roma, donde Gilio residía en 1602.

    Se trata en definitiva, de un espléndido retrato, realizado presumiblemente en Roma por un notable artista educado en Bolonia que esperamos pueda ser identificado próximamente.

  • La comunión de la Virgen o La familia del archiduque Carlos de Estiria
    La comunión de la Virgen o La familia del archiduque Carlos de Estiria
    Atribuido a Juan Pantoja de la Cruz, Hacia 1600 Óleo sobre lienzo, 210 x 144 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    Junto al altar de una capilla presidida por un retablo dedicado a san Juan Evangelista, la Virgen María, arrodillada y orante está recibiendo la comunión de manos del santo. Así lo corrobora el águila y el volumen que aparecen a los pies de este, quien viste una vistosa casulla de ormesí plateado a juego con las dalmáticas de los dos jóvenes diáconos que acompañan al oficiante; detrás de estos, otros dos asistentes completan el grupo situado junto al evangelista. En el lado opuesto y detrás de la Virgen, cinco muchachas se arrodillan fervorosas preparadas para recibir la comunión. La fisionomía singular de los once personajes que conforman la escena se corresponde con los de la familia de la reina Margarita de Austria (1584-1611): sus padres, los archiduques de Estiria, y algunos de sus hermanos.

    La identificación de todos los personajes quedó fijada en el reverso de la tela gracias a la relación manuscrita de los nombres de todos los efigiados, ordenada desde el extremo izquierdo del reverso: Fernando II (1578-1637); Maximiliano Ernesto (1583-1616), con túnica amarilla y sosteniendo acetre e hisopo; Carlos (1590-1624), que fue obispo de Bratislava, sostiene un jarro y viste dalmática por su condición de diácono de la misa; al igual que Leopoldo (1586-1632), futuro obispo de Passau, con incensario y naveta, arrodillado de frente al espectador. Detrás de la archiduquesa María, representada como la Virgen María, se sitúan María Ana (1573-1598), efímera esposa de Segismundo III de Polonia; María Cristina (1574-1621, esposa repudiada del príncipe de Transilvania y más tarde abadesa del monasterio de Hall Damenstift, donde también ingresaría Leonor (1582-1620) —que la acompaña en esta pintura—; para continuar con Constanza (1588-1631), segunda esposa de Segismundo III de Polonia; y Magdalena (1589-1631), gran duquesa de Toscana por su matrimonio con Cosimo III.

  • La Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia.
    La Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia.
    Diego de la Cruz, Hacia 1486 Óleo sobre tabla, 149 x 127 cm Patrimonio Nacional, Burgos, Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas

    No se conserva ninguna referencia documental sobre esta tabla, ignorándose, por tanto, las circunstancias relativas a su ejecución.

    El tema iconográfico muestra a la Virgen como «Regina Misericordiae», protegiendo bajo su manto a las figuras representadas a ambos lados. A la izquierda, arrodillados y asimismo con las manos juntas, los Reyes Católicos y tres de sus hijos — el príncipe heredero Juan y las infantas Isabel y Juana—, están acompañados por el cardenal Pedro González de Mendoza, canciller mayor de Castilla y una de las figuras más importantes del reino, hasta el punto de que se le conocía como el «tercer rey de España». A la derecha, seis monjas vestidas con el hábito cisterciense, en actitud de oración, en pie, están precedidas por la abadesa con su báculo, que viene siendo identificada con la hermana del dicho cardenal, Leonor de Mendoza, que fue abadesa del Monasterio de las Huelgas entre 1486 y 1499.

    María aparece de pie, en posición frontal y con el rostro girado hacia la izquierda, donde se encuentra la familia real y el cardenal Mendoza, representados en una escala menor, aunque mayor que la de las monjas. Lleva nimbo y corona rematada con florones que la identifica como reina de los cielos y descendiente de la casa de David.

    La expresión de su rostro y el traje de brocado rojo y oro que viste evocan el dolor de la pasión sufrida por la Virgen desde la encarnación. Tiene sus brazos extendidos para abrir su manto protector. Rompiendo la simetría que suele ser habitual en este tipo de imágenes, el demonio de la derecha —sobre las siete monjas cistercienses— va vestido con calzas y sostiene sobre su espalda tres enormes libros atados con una cuerda.

    Las características que muestra el estilo de la tabla permiten atribuirla a Diego de la Cruz, el pintor hispano flamenco burgalés más destacado del último cuarto del siglo XV.

  • Felipe II
    Felipe II
    Pompeo Leoni, 1568 Mármol, 167 x 65 x 40 cm Patrimonio Nacional,Palacio Real de Aranjuez

    Esta escultura de Felipe II, obra enteramente autógrafa de Pompeo Leoni, fue colocada en 1623, por orden de Felipe IV, en la hornacina central del Jardín del Rey o de los Emperadores del Palacio Real de Aranjuez. Una inscripción algo perdida pero legible en la placa encastrada en el muro, bajo la hornacina, nos lo confirma: «EL REY NRO. S. D. FELIPE IIII / MANDO HADORNAR ESTE / JARDIN CON LAS ESTATVAS QU / EN EL AY SIENDO GOR D. FRAN. / DE BRIZVELA AÑO 1623».

    Actualmente esta escultura de Felipe II aparece incompleta, pues ha sufrido diversas alteraciones al estar ubicada a la intemperie, en una zona húmeda con cambios climáticos bruscos. Durante algún tiempo pasó desapercibida e incluso se dio por perdida, pero lo cierto es que ha estado colocada en el mismo lugar desde 1623 a 1986.

    Esta imagen escultórica de mármol se describía en los inventarios reales de 1582 como: «Una estatua de mármol de su magestad el rey don Phelipe nuestro señor harmada con su manto a la antigua, que en la mano yzquierda tiene una corona con su baston arrimado al muslo, y en la derecha coxida una parte del dicho manto con una cimitarra, con un león arrimado a la pierna yzquierda». Xavier de Winthuysen todavía llegó a ver la escultura casi completa, aunque en su libro ya comentaba que «en nuestra segunda visita a estos jardines había desparecido el brazo del cetro, y ahora le falta el otro brazo y el león». Todavía es posible ver en la peana el recuerdo de las patas y la cola del león.

  • El conde duque de Olivares
    El conde duque de Olivares
    Diego Velázquez, hacia 1638 Óleo sobre papel, 80 x 63,5 mm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Aunque se trata de un capítulo poco conocido de las obras de Velázquez, no debe extrañar la existencia de una miniatura vinculada a este artista, ni el hecho de que represente al conde duque. Como pintor de cámara tuvo que ocuparse a lo largo de buena parte de su carrera en la Corte de este tipo de obras, y de ello hay testimonios desde los años veinte hasta los cincuenta. Eran objetos muy enraizados en la cultura cortesana, pues servían como retratos fácilmente portátiles que se usaban tanto para activar la política matrimonial como para hacer evidente la adhesión hacia un determinado personaje. Así, la primera imagen que Felipe IV conoció de Mariana de Austria, la que sería su segunda mujer, era una miniatura engastada en una joya.

    Algunos de esos testimonios que vinculan a Velázquez con miniaturas y pequeños retratos se relacionan también con el Conde Duque. Pero, a pesar de esa voluntad «pictórica» y del pequeño tamaño de la obra, el autor ha sabido describir con gran eficacia los rasgos que definen el rostro y la expresión del Conde duque, y modelarlos a base de pequeños toques de luz, que animan extraordinariamente la figura. Son golpes de blanco en la nariz, alrededor del iris o bajo los párpados inferiores, con un alto valor estructural. Es difícil imaginar en el entorno de Velázquez otro artista capaz de construir a esa escala y con un estilo tan valiente una imagen tan verídica.

  • Felipe III de busto
    Felipe III de busto
    Juan Pantoja de la Cruz, hacia 1603 Óleo sobre tabla, 65 x 46,5 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    La imagen oficial de Felipe III (1578-1621), fijada desde su primer retrato como rey de acuerdo al modelo tradicional de cuerpo entero, armado y con los atributos del poder real (bastón de mando, espada, bufete), queda adaptada en este ejemplar al formato de busto prolongado, resultando una versión de carácter mucho más intimista y privado. De esta forma, la atención se centra casi exclusivamente en resaltar su rostro ovalado y de cabello corto, que arranca suavemente de la plataforma que conforma la imponente gola rizada, propia de la moda de la época, y en subrayar sus rasgos bellamente modelados a través de una fuerte iluminación sobre el fondo oscuro. El tipo de armadura elegida demuestra la predilección de Felipe III desde niño por las ricas armaduras milanesas, que tanto éxito tuvieron en aquel momento por la suntuosa decoración de ataujía de carácter triunfal que presentan, a base de numerosas fajas verticales, con figuras armadas insertas en medallones, dragones, querubines, arpías con alas desplegadas, trofeos militares y otros motivos de arabescos. Estas vistosas armaduras y las enormes golas son realmente los elementos distintivos de la riqueza y la ostentación que caracterizaron el retrato cortesano durante el reinado de Felipe III con respecto al de sus antecesores.

    Pantoja de la Cruz, convertido en estos años en el principal retratista de la corte de Felipe III, consigue en este ejemplar una de sus obras más exquisitas, en donde se puede afirmar que no hubo colaboración de sus ayudantes. El modelado tan refinado utilizado para la consecución de las carnaciones del rostro o para el sombreado de los ojos, de un bello color azul, y de los cabellos rubios de la cabeza, bigote y barba, el manejo tan sutil del pincel para los detalles de la gola o de la armadura, o la forma de concentrar la luz en el rostro reflejan sus grandes cualidades como pintor retratista.

  • Felipe III
    Felipe III
    Bartolomé González, 1621 Óleo sobre lienzo, 204,5 x 129 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de El Pardo

    Estos dos retratos de cuerpo entero de Felipe III (1578-1621) y Margarita de Austria (1584-1611) responden a los prototipos oficiales establecidos por Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608) en la primera década del siglo XVII para la representación de Felipe III y Margarita de Austria, con las poses y elementos compositivos propios del poder real, que habían sido marcados por la escuela retratística española instaurada por Antonio Moro (1516/20-1576) a mediados del siglo XVI. Únicamente el rey presenta las variaciones propias de su evolución física, mientras que la reina, al haber muerto en 1611 está efigiada con la misma edad que las imágenes del maestro. Concretamente el retrato de Felipe III sigue el esquema instaurado por Pantoja para su primera efigie como rey, a la que le une también de forma muy particular la armadura tan similar que llevan ambos retratos. Dicha armadura está inspirada en el grupo de espléndidas guarniciones milanesas de niño pertenecientes a Felipe III que se conservan en la Real Armería de Madrid, a las que tanto Pantoja como su discípulo Bartolomé González recurren para retratar a Felipe III, ya sea niño o adulto.

    El de la reina reproduce de forma muy cercana el modelo de Pantoja creado hacia 1606, que la representa en idéntica pose, con la mano izquierda sobre una silla y el pañuelo de encaje en la diestra, y tocada con la misma diadema de perlas en forma de «sol», aunque el traje sea diferente. Ya Bartolomé González había tomado anteriormente este ejemplo.

    En ambos retratos se observa la utilización de una técnica muy precisa y descriptiva, lo que le permite transponer perfectamente los brillos de la armadura o la textura de las telas suntuosas y de las joyas. Y como suele ser más habitual en sus obras más tardías, se aprecia un mayor acartonamiento en la pose de las figuras y una cierta dureza en el rostro, quizás debido a una más amplia colaboración del taller del artista.

  • Margarita de Austri
    Margarita de Austria
    Bartolomé González, 1621 Óleo sobre lienzo, 204,5 x 129 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de El Pardo

    Estos dos retratos de cuerpo entero de Felipe III (1578-1621) y Margarita de Austria (1584-1611) responden a los prototipos oficiales establecidos por Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608) en la primera década del siglo XVII para la representación de Felipe III y Margarita de Austria, con las poses y elementos compositivos propios del poder real, que habían sido marcados por la escuela retratística española instaurada por Antonio Moro (1516/20-1576) a mediados del siglo XVI. Únicamente el rey presenta las variaciones propias de su evolución física, mientras que la reina, al haber muerto en 1611 está efigiada con la misma edad que las imágenes del maestro. Concretamente el retrato de Felipe III sigue el esquema instaurado por Pantoja para su primera efigie como rey, a la que le une también de forma muy particular la armadura tan similar que llevan ambos retratos. Dicha armadura está inspirada en el grupo de espléndidas guarniciones milanesas de niño pertenecientes a Felipe III que se conservan en la Real Armería de Madrid, a las que tanto Pantoja como su discípulo Bartolomé González recurren para retratar a Felipe III, ya sea niño o adulto.

    El de la reina reproduce de forma muy cercana el modelo de Pantoja creado hacia 1606, que la representa en idéntica pose, con la mano izquierda sobre una silla y el pañuelo de encaje en la diestra, y tocada con la misma diadema de perlas en forma de «sol», aunque el traje sea diferente. Ya Bartolomé González había tomado anteriormente este ejemplo.

    En ambos retratos se observa la utilización de una técnica muy precisa y descriptiva, lo que le permite transponer perfectamente los brillos de la armadura o la textura de las telas suntuosas y de las joyas. Y como suele ser más habitual en sus obras más tardías, se aprecia un mayor acartonamiento en la pose de las figuras y una cierta dureza en el rostro, quizás debido a una más amplia colaboración del taller del artista.

  • Felipe (IV), Príncipe de Asturias, a la edad de siete años
    Felipe (IV), Príncipe de Asturias, a la edad de siete años
    Bartolomé González, 1612 Óleo sobre lienzo, 158 x 98,5 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    En este retrato de cuerpo entero el futuro Felipe IV (1605-1665) aparece representado a la edad de siete años, de acuerdo a la imagen oficial del príncipe niño heredero, dentro de los cánones establecidos para la retratística habsbúrgica española. De esta forma, Felipe posa y viste como un rey adulto, de pie, con media armadura y con todos los atributos de la simbología del poder real, de la misma forma con la que su padre Felipe III fue efigiado de adolescente por Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608). El príncipe luce una bella armadura que puede relacionarse con el grupo de suntuosas guarniciones de niño de Felipe III guardadas en la Real Armería de Madrid, de autoría milanesa de hacia 1585, más concretamente con la B.6, que también está presente con ligeras variaciones en varios retratos de Felipe III por Pantoja de la Cruz, como en el presente en esta exposición. Son varios los cambios decorativos que se aprecian en la reproducción de la armadura de este ejemplar con respecto a la original, pero uno de los más significativos es la sustitución del caballero de armas con bastón de mando en el medallón sobre la banda central del peto por la Virgen con el Niño, imagen tradicional ligada a la iconografía de Carlos V desde 1530, con lo que se pretendía resaltar su vinculación directa a la dinastía de sus antecesores. El capacete con penacho de plumas blancas y las manoplas dispuestas sobre el bufete cubierto de terciopelo carmesí, así como la rodela apoyada sobre el suelo pertenecen también a la misma armadura para el torneo a pie a la barrera.

  • Ana Mauricia de Austria
    Ana Mauricia de Austria
    Juan Pantoja de la Cruz, 1602 Óleo sobre lienzo, 86,5 x 76,5 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    Ana Mauricia (1601-1666) fue la primogénita de los ocho hijos nacidos del matrimonio formado por Felipe III y Margarita de Austria-Estiria.

    Este retrato pertenece a una tipología frecuente en las cortes europeas del momento; a través de la imagen de los pequeños infantes se trasmitía la continuidad de la dinastía y se presentaba al nuevo vástago a las demás casas reales. Felipe III y Margarita de Austria desearon dar noticia del nacimiento y crecimiento de su primera hija a los principales gobernantes europeos y por ello encargaron un elevado número de retratos, algunos de ellos enviados a Viena y a Inglaterra.

    Durante el reinado de Felipe III la mayoría de estos retratos fueron realizados por el pintor vallisoletano Juan Pantoja de la Cruz, cuya formación tuvo lugar en Madrid en el taller de Alonso Sánchez Coello.

    En este retrato, la infanta Ana Mauricia tenía pocos meses de edad. Aparece sentada sobre un almohadón, hecho que indica que aún no sabía caminar. La presencia de este elemento, realizado en terciopelo carmesí y ornamentado con galón dorado y borlas de pasamanería, alude además a la relevancia del personaje retratado que, en este momento, por tratarse de la primogénita, era esencial para la perpetuación de la dinastía.

    La infanta viste la indumentaria propia de los niños que aún eran lactantes: lleva prendas de color blanco entre las que destaca el babador que le cubre el pecho y el regazo. Este mandil se adornaba con ricos encajes, presentes también en otras partes de la vestimenta como el cuello y los puños.

    Sobre su pecho destaca una gran cruz latina de oro y diamantes de la que pende otra de menor tamaño. A ambos lados, lleva dos medallones con reliquias de santa Ana, su santa patrona, y de la Santa Espina. La infanta sujeta en su mano derecha una rama de coral, el mismo material de uno de los dijes que lleva en su cinturón. El coral era considerado como la mejor protección ante las enfermedades.

  • Felipe III rezando ante Nuestra Señora del Consuelo
    Felipe III rezando ante Nuestra Señora del Consuelo
    Alonso del Arco, 1693 Óleo sobre lienzo, 224 x 168 cm Real Convento de Nuestra Señora de los Ángeles

    En la parte superior derecha, se representa la imagen de Nuestra Señora, sentada en una especie de banco dentro de una hornacina, la cual sostiene sobre su mano derecha al Niño Jesús, que está girado hacia su Madre con el brazo derecho extendido e intercambia con ella su mirada. En la parte izquierda, a los pies de la pintura, aparece el rey Felipe III, arrodillado sobre un almohadón carmesí, quien alza su mirada hacia la Virgen y sostiene entre sus manos el oficio al que se hace referencia en la inscripción. Está ataviado con calzas de color negro y oro y media armadura pavonada, sobre la cual ostenta el collar con el Toisón de Oro y la banda roja distintiva de su alto rango como general supremo de los ejércitos; destacan también el amplio cuello de lechuguilla y los puños del jubón que asoman por debajo de la armadura. Se ha despojado de sus atributos reales, corona, cetro y orbe imperial, que aparecen en primer término sobre una llamativa alfombra, pero conserva la espada al cinto. Dos ángeles niños sostienen una cartela explicativa debajo del cuadro de Nuestra Señora, completándose la composición con otros dos ángeles que sostienen un gran cortinaje rojo en la parte superior izquierda.

    El pintor recurre a un esquema de larga tradición en la representación de las apariciones de la Virgen a diversos santos y que Alonso del Arco ya había ensayado años atrás. En cuanto a la representación de Felipe III, es evidente que no se trata de un retrato del natural, por lo que para efigiar al monarca el pintor tuvo que inspirarse en alguno de los retratos del rey realizados por el círculo de seguidores de Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608).

  • Mariana de Austria, orante
    Mariana de Austria, orante
    Círculo de Diego Velázquez, h. 1658-1660 Óleo sobre lienzo, 53,5 x 41,5 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    Estas efigies de los soberanos se vinculan muy directamente con la esfera velazqueña. Así, el retrato del rey resulta muy próximo a los modelos pintados por el maestro a mediados de la década de 1650. El atuendo negro del rey es enriquecido con una botonadura y adornos dorados en las mangas, aunque aquí se da mayor relevancia al collar con el Toisón de Oro que recorre todo el pecho desde los hombros. Además la «congelación expresiva» propia de los retratos regios, de gesto siempre distante, se acentúa con la rigidez del cuerpo arrodillado sobre un cojín carmesí, marcando una vertical, algo alejado del reclinatorio sobre el que se abre un breviario. Se muestra así la firmeza de la figura y al tiempo la empuñadura de su espada. Como breve escenario, tras él aparecen tópicos del género relacionados con el poder: la cortina roja ribeteada de oro y la columna. Ésta presenta un fuste acanalado y descansa sobre un pedestal, cuyo orden puede recordar al empleado en la parte superior de los cenotafios de la Basílica. La imagen de un soberano-estatua, cuyo hieratismo es expresión de inmutabilidad, es trasladada así a la pintura para celebrar la adoración perpetua como sus antepasados hicieran con la escultura.

    En cambio, la figura de Mariana de Austria se aparta de antecedentes velazqueños concretos. Si el retrato de su esposo pudo realizarse sin recurrir al modelo vivo, siguiendo los originales del pintor de cámara, justo en un momento en el que el rey rehuía posar, el de la soberana no se ajusta a ningún prototipo anterior. La moda de su atuendo y peinado se corresponden con el final del decenio de 1650. El pelo suelto dividido en dos partes, con un mechón recogido sobre la frente y adornado a su izquierda con la gran perla Peregrina, confiere al rostro un aspecto más joven. Esto remarca más la diferencia de edad con el rey, veintinueve años mayor que ella, así como una mayor naturalidad que permite intuir la creación de una nueva imagen de acuerdo a los tiempos, fruto de un estudio directo del natural. Como en el retrato del rey, cuya impostación repite invertida, las partes más minuciosamente trabajadas son cabeza y manos. Pero el vestido de la reina está conseguido con mayor soltura del pincel y, aunque algunos pigmentos se han alterado acentuando las entonaciones pardas, se aprecia todavía cómo el artista aprovechó parte de la preparación del lienzo para obtener volumen e incluso matices de color. Aun con la seriedad propia del acto de orar, remarcado por unas manos algo desproporcionadas, el color, la silueta más amplia y su vibrante transcripción con breves cargas de óleo simulando los brillos de las telas, confieren mayor vida a la imagen de Mariana de Austria. Sin duda estamos ante un testimonio importante de la renovación de su imagen.

  • Felipe IV, orante
    Felipe IV, orante
    Círculo de Diego Velázquez, hacia 1658-1660 Óleo sobre lienzo, 53,5 x 41,5 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    Estas efigies de los soberanos se vinculan muy directamente con la esfera velazqueña. Así, el retrato del rey resulta muy próximo a los modelos pintados por el maestro a mediados de la década de 1650. El atuendo negro del rey es enriquecido con una botonadura y adornos dorados en las mangas, aunque aquí se da mayor relevancia al collar con el Toisón de Oro que recorre todo el pecho desde los hombros. Además la «congelación expresiva» propia de los retratos regios, de gesto siempre distante, se acentúa con la rigidez del cuerpo arrodillado sobre un cojín carmesí, marcando una vertical, algo alejado del reclinatorio sobre el que se abre un breviario. Se muestra así la firmeza de la figura y al tiempo la empuñadura de su espada. Como breve escenario, tras él aparecen tópicos del género relacionados con el poder: la cortina roja ribeteada de oro y la columna. Ésta presenta un fuste acanalado y descansa sobre un pedestal, cuyo orden puede recordar al empleado en la parte superior de los cenotafios de la Basílica. La imagen de un soberano-estatua, cuyo hieratismo es expresión de inmutabilidad, es trasladada así a la pintura para celebrar la adoración perpetua como sus antepasados hicieran con la escultura.

    En cambio, la figura de Mariana de Austria se aparta de antecedentes velazqueños concretos. Si el retrato de su esposo pudo realizarse sin recurrir al modelo vivo, siguiendo los originales del pintor de cámara, justo en un momento en el que el rey rehuía posar, el de la soberana no se ajusta a ningún prototipo anterior. La moda de su atuendo y peinado se corresponden con el final del decenio de 1650. El pelo suelto dividido en dos partes, con un mechón recogido sobre la frente y adornado a su izquierda con la gran perla Peregrina, confiere al rostro un aspecto más joven. Esto remarca más la diferencia de edad con el rey, veintinueve años mayor que ella, así como una mayor naturalidad que permite intuir la creación de una nueva imagen de acuerdo a los tiempos, fruto de un estudio directo del natural. Como en el retrato del rey, cuya impostación repite invertida, las partes más minuciosamente trabajadas son cabeza y manos. Pero el vestido de la reina está conseguido con mayor soltura del pincel y, aunque algunos pigmentos se han alterado acentuando las entonaciones pardas, se aprecia todavía cómo el artista aprovechó parte de la preparación del lienzo para obtener volumen e incluso matices de color. Aun con la seriedad propia del acto de orar, remarcado por unas manos algo desproporcionadas, el color, la silueta más amplia y su vibrante transcripción con breves cargas de óleo simulando los brillos de las telas, confieren mayor vida a la imagen de Mariana de Austria. Sin duda estamos ante un testimonio importante de la renovación de su imagen.

  • Sor Ana Dorotea de Austria
    Sor Ana Dorotea de Austria
    Pieter Paul Rubens, hacia 1628 Óleo sobre lienzo, 76,2 x 65 cm Patrimonio Nacional, Madrid, Monasterio de las Descalzas Reales

    La archiduquesa Ana Dorotea de Austria nació en Viena, posiblemente a finales de 1611 y fue hija natural del emperador Rodolfo II. Su llegada al monasterio de las Descalzas tuvo lugar en 1623 pero no profesó hasta el 16 de agosto de 1628, a la edad de diecisiete años, momento al que seguramente corresponde este retrato.

    La entrada de Ana Dorotea en las Descalzas Reales sirvió para perpetuar la presencia del linaje Habsburgo dentro de la clausura; la joven archiduquesa asumió paulatinamente el papel de mecenas y regente ejercido por su tía sor Margarita de la Cruz, con quien colaboró estrechamente en numerosos asuntos de la vida del monasterio. Desde la clausura, Ana Dorotea mantuvo una estrecha relación con sus familiares y con personajes de la corte así como una intensa correspondencia con embajadores, ministros, papas, cardenales, nuncios y, de manera especial, con el propio Felipe IV, así como con otros miembros de la familia real.

    Además del papel político, sor Ana Dorotea desempeñó una importante labor de mecenazgo artístico dentro del monasterio.

    Este retrato muestra a sor Ana Dorotea de medio cuerpo, vestida con el hábito franciscano, sosteniendo un breviario y un rosario en sus manos.

    Respecto a la autoría de este cuadro, se ha considerado obra de Rubens, quien, durante su segunda estancia en España, entre 1628 y 1629, desarrolló una intensa actividad artística en la corte de Madrid, donde realizó numerosos retratos por encargo del rey Felipe IV y a petición, desde Bruselas, de Isabel Clara Eugenia, así como varias copias de cuadros de la colección real.

  • Carlos II
    Carlos II
    Juan Carreño de Miranda, hacia 1675 Óleo sobre lienzo, 53,5 x 41,5 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    Estos dos retratos de Carreño de Carlos II y de su madre, como prácticamente todos los que se les hicieron durante los primeros años del reinado, plantean un problema interesantísimo: el de la creación de una nueva iconografía que diera respuesta a las también nuevas necesidades representativas derivadas de la anómala situación que vivía la monarquía, con un rey menor de edad, que no podía gobernar aún —que acaso no llegara a hacerlo nunca dada su quebradiza salud—, y una reina regente que lo hacía en nombre de su hijo. Unos retratos en los que, a base de tanteos, innovaciones y reaprovechamiento de experiencias anteriores, poco a poco se fueron estableciendo unos nuevos modelos —los retratos dobles, los retratos alegóricos...— a través de los que se pretendía legitimar el poder de Mariana de Austria —mostrándola en su papel de gobernante y poniendo de manifiesto su vinculación con el pequeño rey— y dar una imagen de normalidad física y mental del heredero, arropando su figura con una auténtica inflación de los elementos dinásticos y los símbolos visibles del poder.

    la mesa en la que la reina está resolviendo unos asuntos que, obviamente, son asuntos de Estado, y su inserción inequívoca dentro de un lugar tan simbólico como era el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid, visto, además, desde un ángulo en el que la propia decoración real de la estancia podía leerse en clave simbólica, acentuando la fuerza del mensaje. Al representar de forma tan ostensible la Judith y Holofernes de Tintoretto (1518-1594), Carreño estaba equiparando a la reina regente con las mujeres fuertes de la Biblia.

    Con la serie de retratos de Carlos II en el Salón de los Espejos hizo una operación similar. Carreño refuerza los elementos simbólicos de las águilas y los leones y la de insertar al heredero en el seno de una dinastía que garantizaba tanto su legitimidad a través de las imágenes de sus antepasados como la garantía de su defensa mediante la presencia de sus dos poderosos cuñados: el rey de Francia y el emperador.

  • La reina doña Mariana de Austria
    La reina doña Mariana de Austria
    Juan Carreño de Miranda, hacia 1675 Óleo sobre lienzo, 53,5 x 41,5 cm Patrimonio Nacional, Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

    Estos dos retratos de Carreño de Carlos II y de su madre, como prácticamente todos los que se les hicieron durante los primeros años del reinado, plantean un problema interesantísimo: el de la creación de una nueva iconografía que diera respuesta a las también nuevas necesidades representativas derivadas de la anómala situación que vivía la monarquía, con un rey menor de edad, que no podía gobernar aún —que acaso no llegara a hacerlo nunca dada su quebradiza salud—, y una reina regente que lo hacía en nombre de su hijo. Unos retratos en los que, a base de tanteos, innovaciones y reaprovechamiento de experiencias anteriores, poco a poco se fueron estableciendo unos nuevos modelos —los retratos dobles, los retratos alegóricos...— a través de los que se pretendía legitimar el poder de Mariana de Austria —mostrándola en su papel de gobernante y poniendo de manifiesto su vinculación con el pequeño rey— y dar una imagen de normalidad física y mental del heredero, arropando su figura con una auténtica inflación de los elementos dinásticos y los símbolos visibles del poder.

    la mesa en la que la reina está resolviendo unos asuntos que, obviamente, son asuntos de Estado, y su inserción inequívoca dentro de un lugar tan simbólico como era el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid, visto, además, desde un ángulo en el que la propia decoración real de la estancia podía leerse en clave simbólica, acentuando la fuerza del mensaje. Al representar de forma tan ostensible la Judith y Holofernes de Tintoretto (1518-1594), Carreño estaba equiparando a la reina regente con las mujeres fuertes de la Biblia.

    Con la serie de retratos de Carlos II en el Salón de los Espejos hizo una operación similar. Carreño refuerza los elementos simbólicos de las águilas y los leones y la de insertar al heredero en el seno de una dinastía que garantizaba tanto su legitimidad a través de las imágenes de sus antepasados como la garantía de su defensa mediante la presencia de sus dos poderosos cuñados: el rey de Francia y el emperador.

  • Felipe V a caballo
    Felipe V a caballo
    Louis-Michel van Loo, 1737 Óleo sobre lienzo, 345 x 264 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de La Granja de San Ildefonso

    El pintor francés Louis-Michel van Loo llegó a Madrid el 15 de enero de 1737 recomendado por Hyacinthe Rigaud. Sus primeras obras en España, firmadas el año de su llegada, debieron de ser los soberbios retratos de aparato de los reyes en grandes lienzos, de Felipe V armado y a caballo y, formando pareja, su esposa Isabel de Farnesio.

    Felipe V quiso ser representado sobre un caballo blanco en corveta y fondo de batalla. El nieto de Luis XIV viste armadura completa, no de aquel tiempo sino inspirada en las de Felipe II custodiadas en la Real Armería de Madrid, sentando así un precedente En este cuadro alegórico, la Fama alada hace sonar su trompeta y sitúa sobre la cabeza del monarca una corona de laurel, símbolo de triunfo, proclamando el éxito de las guerras italianas —con la conquista de Nápoles y Sicilia—, culminadas con la aceptación de los preliminares de paz el 18 de mayo de 1736, cuyo tratado fue concluido en Viena el 18 de noviembre de 1738. Esa figura en vuelo, vestida de túnica rosácea, destaca por su manto azul de plegados angulosos, que hace contraste con el rojo vivo de la faja de general ceñida a la cintura del soberano, con sus extremos tremolando, y enlaza con la banda azul de la orden francesa del Saint-Esprit cruzada en el torso, mientras que la faja lo hace con las plumas rojas que rematan el vistoso morrión labrado con cimera de león. Felipe V, con su larga cabellera al viento —como la crin y la cola del caballo que nos mira—, empuña en la diestra la bengala de mando y, en actitud teatral, sobre una rica silla de montar, parece dirigir las acciones armadas representadas al fondo.

  • Infante Felipe de Borbón
    Infante Felipe de Borbón
    Jean Ranc, 1724 Óleo sobre lienzo, 125 x 95 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de La Granja de San Ildefonso

    Jean Ranc llegó a la corte española después de que el marqués de Maulévrier, embajador de Francia en la corte, escribiese al cardenal Dubois, por entonces primer ministro francés, que Felipe V quedaría muy complacido si Luis XV pudiera invitar a alguno de los tres famosos retratistas de París a su Corte.

    Ranc acudió a Madrid por recomendación de Rigaud, su tío político. Después de treinta años de una carrera parisina fecunda, llegó a principios de octubre de 1722 a la corte, donde permaneció hasta su fallecimiento en 1735.

    El retrato del joven Felipe de Borbón, hijo de Felipe V, forma parte de una serie de retratos que el artista realiza de los infantes españoles. La figura del niño, quien parece tomado por sorpresa, está ensalzada por un pincel que ha retenido todas las lecciones de Rigaud, desde las extraordinarias pinceladas que funden los materiales de la escena a la elección de los drapeados destinados a dar teatralidad al modelo. No hay correcciones rigurosas, ni realidades duras, ni imitaciones burdas o ejecutadas fríamente; ni siquiera usa un colorido sombrío.

  • Retrato de Fernando de Borbón, futuro Fernando VI, Príncipe de Asturias
    Retrato de Fernando de Borbón, futuro Fernando VI, Príncipe de Asturias
    Miguel Jacinto Meléndez de Ribera, h. 1725 Óleo sobre lienzo, 125 x 95 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Segundo hijo de Felipe V y de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, Fernando nació en Madrid el 23 de septiembre de 1713 y poco después quedó huérfano al morir su madre, agotada por una larga enfermedad y sucesivos partos fallidos. Tras la inesperada muerte de su hermano mayor, Luis I, y la vuelta al trono de Felipe V, fue jurado príncipe de Asturias el 25 de noviembre de 1724; se casó en 1729 con María Bárbara de Braganza, infanta de Portugal y sucedió en el trono a su padre en 1746.

    Fernando aparece aquí retratado de busto, rodeado por un falso marco pintado ovalado. Viste media coraza sobre la casaca de terciopelo azul y corbata de encaje, de su cuello cuelga el Toisón de Oro y le cruza el pecho la banda azul de la orden francesa del Saint-Esprit. Sobre la cabeza lleva larga peluca empolvada. Esta obra estuvo identificada como retrato de Luis I desde 1914 hasta 1966 cuando se demostró su parecido con los de Fernando niño.

    Este retrato de Miguel Jacinto Meléndez está basado en un prototipo oficial firmado y fechado en 1725 por el pintor francés Jean Ranc (1674-1735) en el que Fernando está representado de medio cuerpo, apoyando la mano derecha en un casco y vistiendo una casaca color salmón. Fernando tenía entonces doce años y acababa de ser nombrado príncipe de Asturias; la necesidad de dar a conocer al nuevo heredero de la corona motivó que se pintaran numerosos retratos del príncipe, más o menos parecidos.

    Miguel Jacinto Meléndez, aunque de origen asturiano y nacido a finales del siglo XVII, en cierto modo representa el prototipo de pintor madrileño del primer tercio del siglo XVIII. Su vida y su obra estuvieron determinadas por las circunstancias históricas del momento, principalmente por el cambio de la dinastía reinante que pasa de la Casa de Austria a la francesa Casa de Borbón y que trajo como consecuencia la guerra de Sucesión a la Corona de España. La ascensión al trono de Felipe V le brindó una gran oportunidad, que supo aprovechar muy bien, logrando el nombramiento de Pintor del Rey en 1712 a título honorario y sin gajes, pero con la consiguiente autorización para retratar al nuevo monarca Borbón y a su familia y así atender los numerosos pedidos de particulares e instituciones que querían y debían tener la efigie del soberano en sus casas y sedes oficiales como muestra de acatamiento y lealtad.

  • Carlos de Borbón, duque de Parma
    Carlos de Borbón, duque de Parma
    Giovanni Maria delle Piane, 1732 Óleo sobre lienzo, 212 x 154 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de La Granja de San Ildefonso

    Este retrato fue encargado después de que don Carlos de Borbón, duque de Parma y futuro monarca napolitano, hubiese padecido unas viruelas benignas sufridas en enero de 1732.

    El artista encargado de realizar este trabajo fue Giovanni Maria delle Piane, apodado el Molinaretto, que por entonces residía en Parma y que, por supuesto, era conocido por la reina Isabel de Farnseio.

    En el retrato grande de don Carlos, el infante figura en un escenario arquitectónico formado por una monumental columna y una balaustrada de balcón abierto a un paisaje, de pie y bajando los peldaños de una escalera para conseguir un efecto de mayor altura y un dominio sobre el espectador. La ambientación palaciega se completa con la presencia de un cortinaje verde con ancho galón de oro que simula un pabellón o dosel así como una rica consola sobre la que se desliza el manto de armiño y terciopelo azul sembrado de flores de lis y en un cojín la corona ducal de Parma.

    Su condición de nuevo soberano del ducado que acababa de tomar posesión se reafirma por la media armadura de guerra que cubre su pecho, el espadín de rica empuñadura asomando por su flanco izquierdo y el bastón de mando en el que apoya, sin titubeo, su mano diestra.

    De su cuello, al que se anuda una corbata de encaje, cuelga una cinta roja que sostiene el Toisón de Oro recibido en 1723 y su pecho se cruza, de derecha a izquierda, por una amplia cinta de muaré azul cielo, colocada en bandolera, que soporta una gran cruz engastada de piedras y perlas la cual podría corresponder a la Orden de Santo Stefano de Toscana. En la casaca lleva prendida la insignia de la Orden Constantiniana de San Jorge de la que desde 1731 era gran maestre por su condición de primogénito de la familia Farnese y, más arriba, al parecer bordada, la placa de caballero de la orden francesa del Saint-Esprit, a la que pertenecía desde 1729.

    La general satisfacción por el parecido del retrato con el original manifiesta la habilidad del pintor en este género.

  • Infanta María Isabel de Borbón
    Infanta María Isabel de Borbón
    Giuseppe Bonito, 1748 Óleo sobre lienzo, 128,2 x 102,5 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de El Pardo

    El artista Giuseppe Bonito fue el autor de la primera y más antigua serie de retratos de los hijos de Carlos de Borbón y María Amalia de Sajonia —a la que pertenece este lienzo— formada por diez cuadros de un mismo tamaño que fueron traídos a España desde Nápoles.

    Si consideramos el retrato que nos ocupa de 1748, sería el único conocido de la infanta María Isabel, tercera de las hijas de Carlos de Borbón y María Amalia de Sajonia, que en aquel tiempo tenía los cinco años que aparenta.

    De cuerpo entero, muy tiesa y pizpireta, la infanta de tez pálida mira muy fijamente con sus bonitos ojos azules. Con el pelo empolvado, adornado con unas pocas florecillas, viste traje brochado de plata con flores bordadas, en ademán de recogerse el fino delantal de muselina, también bordado con flores de colores. Con la mano derecha sostiene y nos muestra una cotorrita que tiene la jaula al lado, apoyada en una banqueta. Con fondo de paisaje y arquitecturas, en el suelo están representados con calidad de bodegón una bandeja —¿de plata sobredorada?— con un vaso de chocolate vertido y un bizcocho.

  • Carlos III como gran maestre de su Orden
    Carlos III como gran maestre de su Orden
    Mariano Salvador Maella, 1784 Óleo sobre lienzo, 254 x 165 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Desde una perspectiva contemporánea, este extraordinario retrato de Estado, presentando a Carlos III como gran maestre de su orden, pintado por Mariano Maella, se erige en la actualidad en una imagen icónica de este reinado, llegando incluso a competir visualmente con la precedente imagen del rey con armadura ideada por Mengs.

    De manera paradójica, en el curso de las décadas ilustradas, la proyección cortesana de esta efigie de Maella resultó bastante restringida, al destinarse casi desde la fecha de su creación a presidir el dosel de la protocolaria sala de juntas de la Orden de Carlos III.

    En lo que respecta a las facciones del monarca al valenciano no le importa servirse del omnipresente retrato de Mengs que por aquel entonces ya contaba con casi dos décadas de antigüedad. Sin embargo, en el resto de elementos que construyen su discurso áulico se advierte una gran determinación por inmortalizar la realidad. El manto blanco y azul de la orden, así como la corona, son ilustraciones muy fieles de estos objetos, pero hasta aquí no se había reparado en que también el trono, coronado con un medallón con el perfil de Carlos III, es idéntico al original que, bajo diseño de Giovanni Battista Natali, aún se preserva en las colecciones de Patrimonio Nacional.

    Es incuestionable que la monumental imagen de Luis XVI portando su manto de consagración concebida por el pintor Antoine-François Callet guarda ciertas similitudes compositivas con nuestro retrato de Carlos III con el manto de la orden por Mariano Salvador Maella. Además, la circunstancia de haber sido comisionado al mismo tiempo que su homólogo para el conde de Montmorin y poder demostrarse a continuación que jamás fue pintado para la sala de juntas de la Orden de Carlos III, permite especular con la hipótesis de que fuera concebido por Maella con destino a una corte extranjera.

    Este prototipo de retrato del monarca de cuerpo entero que durante el reinado de Carlos III parece comisionarse en la corte hispana con una proyección casi exclusivamente internacional, vendrá por el contrario a difundirse ya dentro de nuestro país tras el ascenso al trono de Carlos IV.

  • Fernando IV, rey de Nápoles, a caballo
    Fernando IV, rey de Nápoles, a caballo
    Francesco Liani, h. 1771 Óleo sobre lienzo, 119 x 93 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de La Granja de San Ildefonso

    Nacido en Nápoles el 12 de enero de 1751, y muerto en 1825, el monarca Fernando IV fue el noveno hijo de Carlos de Borbón y Amalia de Sajonia, por entonces soberanos de aquel reino italiano, y el tercer varón en el orden sucesorio. Sin embargo, los acontecimientos sobrevenidos le colocaron en el trono napolitano, al recibir su padre la corona española, convertirse su segundo hermano en heredero de esta, y no estar capacitado el mayor para gobernar aquel territorio. Su reinado, como soberano de Nápoles y después como rey de las Dos Sicilias, duraría sesenta y seis largos y complicados años.

    El soberano napolitano, que en este retrato aparenta tener unos veinte años, viste uniforme de color azul oscuro, pantalón sujeto por cinturón blanco y abotonado en la pierna, casaca con vueltas rojas, y calza botas de montar de caña alta. Su peluca, blanca y corta, deja libre una larga coleta sobre su espalda. Se cubre con tricornio decorado con escarapela roja y sus manos se protegen con guantes blancos. Además de la banda carmesí de la orden napolitana de San Gennaro que cruza el pecho encima de su camisa blanca, en la casaca o guerrera luce tres placas o condecoraciones: la de la misma orden, de la que era gran maestre; la francesa del Saint-Esprit, recibido como caballero el 8 de septiembre de 1760; y la orden española de Carlos III creada por su padre en 1771.

    Montado en un caballo bayo, ensillado sobre gualdrapa azul de flecos decorada por anchas bandas bordadas en oro, su pose bélica se refuerza mediante una pistola de arzón cuya funda hace juego con la manta del animal y una espada de rica empuñadura colgada del cinturón y enfundada en un tahalí de cuero en el que se halla sujeta la cruz de San Gennaro.

  • Fernando IV de Nápoles
    Fernando IV de Nápoles
    Anton Raphael Mengs, 1772-1773 Óleo sobre lienzo, 135,5 x 100 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Aranjuez

    En este retrato de Fernando IV de Nápoles, pareja del de su esposa María Carolina, aparece el monarca con el cabello empolvado y presenta su peculiar rostro alargado y grandes ojos azules. Está representado hasta las rodillas en uniforme de coronel napolitano, con corbata francesa y puños de encaje, y tres galones dorados en cada una de las bocamangas rojas. Por debajo de la casaca lleva cruzada, como «Gran Maestro e Capo Sovrano» , la banda de muaré rojo de la Real Orden de San Gennaro instituida por su padre en 1738, y por debajo asoman las bandas de la recién creada Real y Distinguida Orden Española de Carlos III y la azul del Saint-Esprit, mientras que en el pecho está prendida la insignia del Toisón de Oro, con su lazo rojo, y cosidas las grandes cruces —de arriba abajo— de San Gennaro, bastante indefinida la de Carlos III y, finalmente, la del Saint-Esprit, con su paloma plateada. La botonadura dorada repite la cifra «FB» de su nombre y en la hebilla del cinturón de cuero blanco, también dorada, bajo corona real se lee «BRF», que corresponderá a Borbón Rey Fernando. Colgada a la izquierda lleva la espada con su cinta tricolor y borlón de hilo de oro.

    El tricornio, con su escarapela en rojo y oro, se presenta junto a la mano izquierda apoyado en una mesa consola de gusto neoclásico, de madera tallada y dorada, con triglifos en el dado del faldón, en la que también están, sobre almohadón de terciopelo rojo, la corona, esfera y cetro reales, todo dorado con abundancia de diamantes. El fondo se compone de cortinaje de terciopelo rojo y borlones en hilo de oro, y una arquitectura clasicista con su columna de fuste estriado y basa ática, pilastras jónicas y en una hornacina, en alusión a la capital Partenopea, una estatua marmórea de Atenea pacífica.

  • María Carolina de Nápoles
    María Carolina de Nápoles
    Anton Raphael Mengs, 1772-1773 Óleo sobre lienzo, 135,5 x 100 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Aranjuez

    Girada a su derecha al formar pareja con el retrato de su esposo, Fernando IV de Nápoles, la reina María Carolina está representada en tres cuartos, como su marido, vistiendo bata de invierno en raso de seda color marfil con adornos de piel de «martas castañas» y mangas de encaje.

    Con el cabello empolvado y recogido en la coronilla, y la tez blanca, en el rostro alargado de la reina destacan sus grandes ojos azules. Está alhajada con diamantes en la toca blanca y en los pendientes de las orejas, mientras que en la cinta del cuello —de la que cuelga una pequeña cruz también de diamantes— destaca sobre la seda negra un soberbio solitario. Luce además en ambas muñecas pulseras de cuatro hilos de perlas, en la izquierda visible la miniatura-retrato de su esposo, y en la mano derecha sostiene con delicadeza un abanico cerrado de guardas de nácar decoradas en oro. Unos largos guantes blancos agarrados con la izquierda amenizan y completan esta prodigiosa representación de la lujosa indumentaria de la reina. Como fondo, un amplio cortinaje granate deja a la vista una pilastra de orden corintio, frente al jónico —más varonil— del retrato de su esposo, un detalle no indiferente para el «pintor filósofo».

    Hija de Francisco I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y de la emperatriz María Teresa de Austria, María Carolina había nacido en el Palacio de Schönbrunn en 1752. A la muerte en 1767 de su hermana María Josefa Gabriela, prometida de Fernando IV, vendría a reemplazarla en el compromiso matrimonial. Por ese preciso motivo Mengs había pintado para Carlos III los retratos de la primera y María Carolina después, antes de abandonar España en noviembre de 1769.

  • Carlos Antonio de Borbón como Hércules niño
    Carlos Antonio de Borbón como Hércules niño
    Giuseppe Bonito, h. 1750 Óleo sobre lienzo, 128,5 x 102,5 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de El Pardo

    El futuro Carlos IV fue retratado por el pintor napolitano Giuseppe Bonito en torno a 1750, cuando contaba con unos dos años de edad. La pintura forma parte de un conjunto que representa en nueve lienzos las efigies de nueve de los trece hijos de Carlos VII (en España Carlos III, 1716-1788) y María Amalia de Sajonia (1724-1760) antes de su definitivo traslado a España en 1759, cuando eran todavía reyes de Nápoles. En esta obra, su figura infantil se vincula a una de las alegorías políticas más célebres de la dinastía de los Austrias, el personaje de Hércules, con el que los monarcas españoles se asociaban por considerar que, como el soberano español, había vencido todas las dificultades con las que se había enfrentado. La identificación con este personaje se establece a través de la clava que sostiene con su mano derecha y la piel del león de Nemea (que protagoniza el primero de sus célebres trabajos), una de cuyas garras sostiene sobre su hombro izquierdo. Su corta edad no supone una licencia retórica vacía de contenido. Hércules, héroe nacido de Júpiter y Alcmena, reina mortal, mostró desde la cuna su legendaria fuerza matando las dos serpientes que Juno había enviado para acabar con él. Existía, pues, una iconografía reconocible de Hércules niño y victorioso con la que Carlos Antonio es identificado en esta ocasión. Igual que en el retrato de su hermano, le acompañan dos genios, uno de los cuales retira una cortina de vistoso color azul, mientras el segundo lo corona de laurel, aludiendo a sus futuras victorias. Bonito se muestra especialmente atento en conferir a la imagen infantil del futuro monarca la dignidad que conviene a sus futuras responsabilidades, asociando su imagen a la banda de la Orden de San Gennaro, al manto de terciopelo rojo y armiño, a la coraza y a la mencionada cortina.

    Giuseppe Bonito completó esta serie de retratos poco tiempo antes del traslado de la familia real a Madrid (1759), cuando había alcanzado ya notable celebridad en Nápoles. Era pintor de cámara desde 1751 y miembro de la Accademia di San Luca de Roma desde el año siguiente, alcanzando en 1755 el cargo de director de la Accademia di Belle Arti de Nápoles.

  • Carlos IV, cazador
    Carlos IV, cazador
    Francisco de Goya, 1799 Óleo sobre lienzo, 210 x 130 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    El retrato del rey Carlos IV como cazador tuvo que ser pareja del retrato de la reina María Luisa con mantilla, pintado por Goya en septiembre de 1799.

    Es casi seguro que el retrato del rey cazador lo pintó Goya después de los de la reina, que hizo, como se dice más arriba, entre los últimos días de septiembre y los primeros de octubre de 1799. No es posible asegurar la localización del retrato del rey por el paisaje, ya que tanto en La Granja como en El Escorial hay parajes montañosos similares, agrestes y de montañas elevadas. La luz del amanecer, algo apagada aún, parece estar a la espalda del rey y surgir desde el fondo de las montañas. El monarca va vestido aquí para la caza mayor, propia también de El Escorial, no solo por las espuelas de sus altas botas de montar, necesarias para ese tipo de actividad que se realizaba a caballo, sino también por el cuchillo de remate que cuelga del cinto, de hoja larga y estrecha y cruz desarrollada, que evita su entrada en el cuerpo de grandes animales, que presenta al monarca preparado para la caza más comprometida y peligrosa de ciervos y jabalíes. Carlos IV viste un elegante atuendo con calzones de color castaño oscuro posiblemente de terciopelo y rodilleras protectoras de lana blanca, chupa amarilla adornada con bordados de plata y casaca moteada de lana también de color castaño. El rey está tocado con un bicornio y luce todas las condecoraciones que poseía: la banda de la orden de Carlos III sobre la roja de San Gennaro, napolitana, y la francesa, azul, del Saint-Esprit, así como las insignias y cruces correspondientes, aquí ligeramente esbozadas sobre la casaca. El importante Toisón de Oro cuelga aquí discretamente sobre la chupa o chaleco de una cinta roja en lugar de llevarlo al cuello. A diferencia de los Austrias, que aparecían sin ningún tipo de órdenes militares en sus retratos como cazadores, los monarcas de la Casa de Borbón las lucen siempre, tanto Carlos III como Carlos IV.

    El retrato del rey cazador es una obra en la que Goya parece haber querido ganarse una vez más la confianza de sus reyes y debió de ser, sin duda, una de las pinturas que decidieron, junto al resto de los retratos del rey y la reina, su nombramiento, a fines de octubre de 1799, como primer pintor de cámara. Todos sus recursos como retratista están presentes para haber conseguido que un tema recurrente en la pintura desde antiguo sea renovado y novedoso. El rey aparece con toda la nobleza exigida y Goya, además, acierta a sugerir su valentía y temple.

  • La reina María Luisa de Parma con mantilla
    La reina María Luisa de Parma con mantilla
    Francisco de Goya, 1799 Óleo sobre lienzo, 210 x 130 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    El retrato de La reina María Luisa con mantilla, pareja de Carlos IV cazador, ha sido una de las obras de Goya que más interés ha despertado siempre.

    Siempre se ha tenido este retrato de María Luisa como una obra de carácter popular al haberse creído que la mantilla era aquí parte del atuendo de las majas madrileñas. Sin embargo, nada tenía que ver el atavío de las jóvenes del pueblo con el elegante vestido negro de gasa y encaje, adornos de pasamanería y bordados que viste aquí la reina, completado con la espectacular mantilla de finísima blonda de Bruselas. En esta ocasión la soberana, que gustaba de las joyas, lleva solo en las manos tres sortijas y un anillo de oro, pero no luce en el pelo más aderezo que la ancha cinta de seda rosa. Esa austeridad inusitada está, sin embargo, acorde con el elegante vestido y con el lugar en que aparece representada: las tierras que dominaban el paisaje severo de los alrededores del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso, el Real Sitio en que los reyes pasaban los meses de verano y el inicio del otoño, antes de trasladarse a El Escorial, y donde Goya pintó este retrato.

    Las medidas del retrato de La reina María Luisa con mantilla son idénticas al Carlos IV, en traje de caza , por lo que tuvo que formar pareja desde un principio con aquel, aunque solo se mencionen unidos desde el inventario de la Colección Real de 1814.

    Goya alcanza la perfección en los retratos al unir todos los elementos necesarios en ese género decisivo de su tiempo, como la captación exacta de la fisonomía y de la figura del retratado, su carácter y la situación exigida para realzar su imagen. Todo ello está resuelto aquí por el artista con su magistral consecución de la perspectiva y de las relaciones espaciales de la composición, tanto en el uso de la invisible geometría como en los contrastes del colorido y en la exactitud, casi científica, de la difusión de la luz. Es evidente que el retrato de la reina le importó mucho a Goya y que quiso servir a sus señores con lo mejor de su técnica. Un mes después de haber retratado a María Luisa, el 31 de octubre de ese año, Goya era ascendido a primer pintor de cámara.

  • Carlos IV, rey padre
    Carlos IV, rey padre
    José de Madrazo, h. 1825 Óleo sobre lienzo, 115 x 93 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Aranjuez

    Alumno de la Real Academia de San Fernando en Madrid y pensionado en París, donde estudió con Jacques-Louis David (1748-1825) de 1801 a 1803, Madrazo había llegado a Roma a finales de ese último año, como pensionado de Carlos IV.

    En esta imagen póstuma el rey padre aparenta unos sesenta y cinco años, con un aspecto cansado que le aleja de la jovialidad expresada en sus retratos como rey de España, como el Carlos IV, cazador de Francisco de Goya (1746-1828). Con la precisión en el dibujo característica de su estilo y una esmerada pincelada en todos los detalles, Madrazo representó al monarca hasta las rodillas, sentado en una silla de madera dorada, con almohadón granate y galón de oro, de estilo imperio, y el detalle patrio en el respaldo de las columnas de Hércules, la cinta del Plus Ultra y el león sobre los Dos Mundos. El damasco granate del cortinaje se repite en el tapete que cubre por completo la mesa, donde descansa la corona real sobre un almohadón, un detalle que pudiera parecer extraño en el retrato de un rey abdicado y sin reino. Carlos IV tiene el cabello completamente cano, sin peluca, pues esta había caído en desuso por influencia de la moda francesa. Viste calzón y casaca de terciopelo verde, con abundante bordado en oro de motivos vegetales —de espigas y hojas—, como en la chupa color marfil, y en mangas y guirindola se aprecia labor de encaje. Del cuello cuelga una cinta de muaré roja con la insignia del Toisón de Oro; en el torso lleva cruzadas las bandas, también de muaré, de las dos órdenes instituidas por su padre, la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III —azul celeste con franja central blanca— y debajo la de San Gennaro —roja—; y en la casaca están cosidas cinco grandes cruces: la de Carlos III —con la imagen de la Inmaculada Concepción—, la napolitana de San Gennaro —con el santo mitrado—, la francesa del Saint-Esprit —con su paloma plateada—, la de San Fernando y del Mérito, instituida por su hermano Fernando IV de Nápoles —con el rey santo—, y una quinta cruz que no se distingue.

  • El príncipe Maximiliano de Sajonia
    El príncipe Maximiliano de Sajonia
    Vicente López Portaña, 1825 Óleo sobre lienzo, 112 x 83,8 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Retratado a sus sesenta y seis años, viste uniforme que solamente se adorna con la insignia del Toisón y la gran cruz y banda de la orden de Carlos III. En su mano izquierda sujeta el bicornio, mientras apoya la contraria en un bastón. La blancura de su efigie destaca sobre un sencillo fondo de paisaje de anochecer, apenas marcado por las lejanías del horizonte.

    Este retrato de corte es ejemplo bien elocuente de la especial capacidad que demostró Vicente López en su longeva carrera como retratista para representar a personas de edad avanzada. En efecto, resulta especialmente llamativo su dominio absoluto de todos los recursos de este género en aspectos como la intensidad con que el artista consigue transmitir la expresividad de las miradas a través del brillo de los ojos, captando con ello de inmediato la atención del espectador, así como el esmero en el modelado de las arrugas de la piel, eco de su admiración por el naturalismo barroco de su escuela valenciana, o la captación de la apostura del personaje, con el cuerpo ligeramente echado hacia delante y el uniforme holgado, sin perder por ello la dignidad y la cercanía afable del gesto, dulcificada aún por la expresión del rostro, la frente despejada y los cabellos canos del príncipe sajón. Junto a ello, el maestro valenciano vuelve aquí a demostrar sus facultades y su asombroso virtuosismo técnico en la descripción de detalles como el sello que pende de la cintura, de un relieve casi táctil proyectado en su sombra, las plumas del bicornio, la empuñadura de la espada o las aguas del muaré de la banda.

  • Isabel II, niña, estudiando geografía
    Isabel II, estudiando geografía
    Vicente López Portaña, 1842 Óleo sobre lienzo, 84 x 66,5 cm Patrimonio Nacional, Reales Alcázares de Sevilla

    Esta deliciosa pareja de retratos reúne, indudablemente, dos de las mejores efigies infantiles pintadas por López en su ancianidad, constituyendo por otra parte uno de los testimonios históricos más emotivos y desgarradores de la difícil infancia de la pequeña reina y su hermana, así como el dolor de su madre, la reina María Cristina de Borbón, obligada a separarse de sus hijas por razones políticas en su forzoso exilio parisino durante la regencia del general Espartero.

    Ambos lienzos fueron encargados a Vicente López en calidad de primer pintor de cámara por el eminente poeta Manuel José Quintana (1772-1857), ayo e instructor de las niñas, lo que explica su representación en una imagen íntima y privada, rodeadas de los objetos que constituían los instrumentos de estudio de las regias alumnas.

    Así, esta pareja de espléndidos retratos fue realizada para mantener viva la memoria de las pequeñas ante su madre, desterrada en la capital francesa, convirtiéndose en la presencia viva de la imagen de Isabel y Luisa Fernanda ante los ojos de María Cristina. Pintados en 1842, cuando la reina contaba ya doce años, Isabel II viste traje de terciopelo oscuro, bordeado de encaje de blondas en las mangas y el amplio escote. Lleva el pelo recogido en moño bajo y adornado con un clavel rojo en la sien derecha y luce además sencillos pendientes y magnífico broche de brillantes en el pecho, además de un ancho brazalete con guardapelo en el brazo derecho, seguramente como memento de su madre ausente. En la mano izquierda sujeta un mapa y está retratada junto a un globo terráqueo, instrumentos que indican la aplicación de la soberana hacia los estudios geográficos. Está sentada en un sillón con brazos tallados en forma de esfinges aladas.

    Por su parte, su hermana la infanta Luisa Fernanda (1832-1897) está retratada a sus diez años de edad, también de medio cuerpo y sentada ante una espineta. Viste traje de terciopelo encarnado con encaje de blondas, adornado por un suntuoso broche de brillantes en el pecho. Recogido su cabello en un moño y adornado con una rosa, luce además pendientes de diamantes y un brazalete de perlas que lleva en el brazo con el que sostiene una partitura —perfectamente legible— de la canción L’Addio de Schubert, que señala con la mano izquierda, subrayando así su preferencia por el estudio de la música.

    Resulta extremadamente interesante la concepción iconográfica de esta pareja de retratos, seguramente indicada por el propio Quintana como responsable de la educación de la reina y su hermana, ya que, a pesar de su carácter íntimo y su destino eminentemente familiar, para ser disfrutados exclusivamente en el ámbito privado por su propia madre, inmortalizan las diferentes responsabilidades formativas de cada una de las niñas.

  • La infanta Luisa Fernanda de Borbón, niña, estudiando música
    La infanta Luisa Fernanda de Borbón, estudiando música
    Vicente López Portaña, 1842 Óleo sobre lienzo, 84 x 66,5 cm Patrimonio Nacional, Reales Alcázares de Sevilla

    Esta deliciosa pareja de retratos reúne, indudablemente, dos de las mejores efigies infantiles pintadas por López en su ancianidad, constituyendo por otra parte uno de los testimonios históricos más emotivos y desgarradores de la difícil infancia de la pequeña reina y su hermana, así como el dolor de su madre, la reina María Cristina de Borbón, obligada a separarse de sus hijas por razones políticas en su forzoso exilio parisino durante la regencia del general Espartero.

    Ambos lienzos fueron encargados a Vicente López en calidad de primer pintor de cámara por el eminente poeta Manuel José Quintana (1772-1857), ayo e instructor de las niñas, lo que explica su representación en una imagen íntima y privada, rodeadas de los objetos que constituían los instrumentos de estudio de las regias alumnas.

    Así, esta pareja de espléndidos retratos fue realizada para mantener viva la memoria de las pequeñas ante su madre, desterrada en la capital francesa, convirtiéndose en la presencia viva de la imagen de Isabel y Luisa Fernanda ante los ojos de María Cristina. Pintados en 1842, cuando la reina contaba ya doce años, Isabel II viste traje de terciopelo oscuro, bordeado de encaje de blondas en las mangas y el amplio escote. Lleva el pelo recogido en moño bajo y adornado con un clavel rojo en la sien derecha y luce además sencillos pendientes y magnífico broche de brillantes en el pecho, además de un ancho brazalete con guardapelo en el brazo derecho, seguramente como memento de su madre ausente. En la mano izquierda sujeta un mapa y está retratada junto a un globo terráqueo, instrumentos que indican la aplicación de la soberana hacia los estudios geográficos. Está sentada en un sillón con brazos tallados en forma de esfinges aladas.

    Por su parte, su hermana la infanta Luisa Fernanda (1832-1897) está retratada a sus diez años de edad, también de medio cuerpo y sentada ante una espineta. Viste traje de terciopelo encarnado con encaje de blondas, adornado por un suntuoso broche de brillantes en el pecho. Recogido su cabello en un moño y adornado con una rosa, luce además pendientes de diamantes y un brazalete de perlas que lleva en el brazo con el que sostiene una partitura —perfectamente legible— de la canción L’Addio de Schubert, que señala con la mano izquierda, subrayando así su preferencia por el estudio de la música.

    Resulta extremadamente interesante la concepción iconográfica de esta pareja de retratos, seguramente indicada por el propio Quintana como responsable de la educación de la reina y su hermana, ya que, a pesar de su carácter íntimo y su destino eminentemente familiar, para ser disfrutados exclusivamente en el ámbito privado por su propia madre, inmortalizan las diferentes responsabilidades formativas de cada una de las niñas.

  • La reina Isabel II con la princesa de Asturias
    La reina Isabel II con la princesa de Asturias
    Franz Xaver Winterhalter, 1855 Óleo sobre lienzo, 275 x 176 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Winterhalter representó a Isabel II revestida de toda su majestad en un lienzo de grandes dimensiones que transmite antes la imagen abstracta de una reina de la década central del siglo XIX que la verdadera efigie de la soberana española. Vestida con un traje de ceremonia de seda blanca con manto de gala y cubierta con una mantilla clara, el pintor se recreó muy detenidamente en los adornos que componen su vestidura, como las camelias de raso, blancas y rosas, las cintas de seda y los delicados encajes que se sobreponen a la falda en tres volantes, envolviéndola desde la cintura al suelo, y que en realidad ciñen toda la figura, empleando una técnica fluida y jugosa, muy característica de lo mejor de su producción. La detallada descripción de esos ornamentos concentra el mayor interés de la ejecución de la obra, pero no se trata de un recurso meramente decorativo, pues permite crear un sutil efecto de ligereza y de evanescencia en la monumental silueta de la reina. Así, el artista se esmeró en particularizar con minuciosidad los detalles más precisos del manto. La alhaja más llamativa que describe Winterhalter en su retrato es la corona que lleva la reina sobre su cabeza. Se ha creído identificar en ocasiones con la de brillantes y topacios brasileños que Isabel II había regalado a la Virgen de Atocha.

    Junto a la reina aparece su hija la princesa Isabel de Borbón con la banda de dama de la Orden de María Luisa, sobre una grada tapizada de rojo, ante una arquitectura palaciega abierta, parcialmente velada por un gran cortinaje del mismo color que el suelo. La presencia de la niña concede a esta imagen un claro valor de símbolo de afirmación dinástica, pues su presencia, señalada por la mano de la reina, subraya su papel como sucesora de su madre, marcado ya desde el mismo momento de su nacimiento y que generaría una amplísima y rica iconografía artística como princesa de Asturias, del que el cuadro de Winterhalter ha de considerarse su broche final. Este lienzo, de tan deslumbrante y grandiosa concepción, responde a la voluntad isabelina de crear una imagen artística regia de carácter internacional, a la altura de las principales monarquías europeas.

  • El rey consorte Francisco de Asís de Borbón
    El rey consorte Francisco de Asís de Borbón
    Federico de Madrazo y Kuntz, 1850 Óleo sobre lienzo, 142,5 x 101 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Concebido como un retrato burgués destinado al ámbito familiar de los reyes, Madrazo desplegaría en él las mayores sutilezas de su arte. El pintor eligió una sabia perspectiva que favorecía mucho a su modelo.

    Madrazo además recurrió a un visible contraste entre la factura enérgica y empastada con la que describe el sillón dorado en el que posa el rey consorte y la manera ligera y sutil, de gran delicadeza cromática, con que describe las facciones idealizadas de Francisco de Asís, sobre las que se concentra una iluminación ficticia de clara inspiración purista que refuerza este embellecimiento. La espléndida captación del gesto distante, delicado y melancólico del marido de Isabel II demuestra la verdadera proximidad y afinidad de Federico con el monarca, que no puede detectarse en ningún otro de sus retratos. La descripción del traje de paisano, en el que el pintor alardea ya de un manejo magistral de sus recursos técnicos, es extraordinaria y confiere una elegante sobriedad a la presencia del rey consorte —aderezada tan solo por los toques brillantes de sus joyas—, más propia de los gustos personales del retratista que del retratado. El pliego sobre la mesa, en el que parece leerse un oficio dirigido a Francisco de Asís por su pintor favorito, señala de nuevo la comunión artística entre ambos; en él puede leerse una fecha sin año, lo cual es insólito en la puntualidad con la que Madrazo situó comúnmente todas su obras.

  • La infanta Luisa Fernanda de Borbón, duquesa de Montpensier
    La infanta Luisa Fernanda de Borbón, duquesa de Montpensier
    Federico de Madrazo y Kuntz, 1851 Óleo sobre lienzo, 220 x 128 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Desde 1844, Federico de Madrazo se había convertido en el artífice supremo de la representación áulica de la reina Isabel II, creando para ello hasta tres prototipos distintos de efigies icónicas de la soberana, repetidas luego hasta la saciedad por seguidores y copistas con la más diversa fortuna, que suponen los mayores hitos de su producción cortesana y que le convirtieron, debido a su extraordinario éxito, en el pintor predilecto de la imagen pública de la realeza isabelina.

    A pesar de ello, seguramente sea este el más bello y fastuoso retrato femenino de corte realizado por Madrazo a lo largo de toda su carrera, al lograr reunir en él las cotas más altas de sus excepcionales dotes para este género y toda la sabiduría de sus pinceles en la plenitud absoluta de su madurez como artista.

    Representa a la hermana menor de la reina Isabel II, retratada a los diecinueve años, en pie, de cuerpo entero, con traje de ceremonia compuesto por un rico vestido de raso y encaje, cola dorada adornada con perlas y velo prendido del cabello, peinado en bandós cubriéndole las orejas. Luce espléndidas piezas de joyería de rubíes y perlas, ciñendo una espectacular diadema, pendientes y collar a juego, un vistoso devant le corsage en el pecho y el broche que sujeta la banda de la Orden de María Luisa, además de un bello brazalete en el brazo derecho, que deja caer sobre la copa del vestido. Sujeta en esa mano un guante, mientras se lleva la otra, enguantada, al hombro izquierdo, rozando el escote. El retrato se ambienta en el interior de un salón alfombrado, de riquísima decoración, que contribuye a subrayar el carácter cortesano de tan espectacular retrato de aparato.

  • Infanta María Isabel de Borbón
    Infanta María Isabel de Borbón
    Vicente Palmaroli, 1866 Óleo sobre lienzo, 218 x 135 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    Gracias a su carácter extravertido y entusiasta, la infanta Isabel gozó de gran simpatía popular, especialmente entre la población madrileña, que la conoció con el apelativo de «La Chata».

    Aunque no está fechado, sabemos que el retrato de Palmaroli fue presentado a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1866, inaugurada el 28 de enero del año siguiente, por lo que sería pintado en ese año de 1866. La figura se presenta con el encanto de su edad, vistiendo quizá sus primeras galas de mujer, en una actitud natural y delicada. Vemos a la retratada llevando un vestido de gala color azul turquesa adornado con encajes, siguiendo la moda del Segundo Imperio francés, caracterizada por el contraste entre la cintura estrecha y la amplitud de la falda, con las mangas cortas y generoso escote que descubre los hombros. Las joyas con que se adorna son perlas en el broche, collar de tres vueltas, pendientes y pulsera. Cruza su pecho con las bandas de las órdenes femeninas otorgadas por las cortes europeas. La figura está representada con fondo de entonación roja y dorada, entre terciopelos, consolas doradas y bustos antiguos del Salón del Trono del Palacio Real de Madrid. Esta obra corresponde a una etapa de esplendor y madurez pictórica de su autor, son de esta época los mejores retratos de Palmaroli. Si bien prevalece en el retrato de la infanta la influencia de Federico de Madrazo, la pincelada se hace más suelta y libre, consiguiendo una mayor plasticidad que se irá haciendo más patente en obras posteriores del artista.

  • La reina María Cristina
    La reina María Cristina
    José Moreno Carbonero, 1906 Óleo sobre lienzo, 249 x 156,5 cm Patrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid

    María Cristina encargó a Moreno Carbonero su retrato como regalo de bodas a su hijo Alfonso XIII, ya en abril de 1906, solo un mes después de anunciarse su compromiso. El cuadro se convirtió en una auténtica puesta en escena del todavía activo papel que quería reservarse la reina madre en la corte. Por todo ello, lejos de elegir una iconografía privada, de carácter íntimo o familiar, propia de la relación que hubieran podido reservarse en las nuevas circunstancias madre e hijo, esta eligió una imagen de sí misma en el cénit de su esplendor regio, con todos los atributos que le permitía la etiqueta para la expresión de su mayor dignidad protocolaria. Debido a las fórmulas habituales de la corte, la reina posaría para el pintor solo una vez con la toilette del retrato, por lo que sería necesaria la participación de un fotógrafo para que el pintor malagueño pudiera llevar a cabo su monumental lienzo con toda fidelidad. Moreno Carbonero, que fue capaz de convertir el frágil físico de la reina madre, que todavía no había cumplido cuarenta y ocho años, en una presencia rotundamente histórica. La reina aparece en el cuadro vestida con un traje de gala de seda blanco, con bordados y encajes del mismo color, que el pintor aprovecharía para crear con ellos un efecto centelleante que subrayara con cierta sofisticación su imagen. Ataviada con un aderezo de joyas que incluía buena parte de su famosa colección de perlas. La reina ostenta además la banda e insignia de la Orden de María Luisa y varias condecoraciones. El excepcional manto que la cubre estaba reservado para las ceremonias palatinas, y en lugar de someterse a la costumbre de ser de armiño y terciopelo carmesí bordado de oro —prenda que en la iconografía de la regencia se reservó sobre todo para envolver al propio rey niño—, parece un manto de terciopelo negro lo cual parece debido tanto al rígido luto al que ella misma se sometió desde la muerte de Alfonso XII como, sobre todo, al hecho de que, en las fechas en que se pintó esta obra, ya no era regente. Pero lo más significativo de su retrato es el escenario en que Moreno Carbonero ubica la figura —y que es en realidad el elegido por la reina para tomarse las fotografías—, pues aparece en el centro del Salón del Trono del Palacio Real de Madrid, entre sus flamantes espejos y candelabros, muy pocos pasos por delante del trono de España original de Carlos III, un espacio consagrado a la representación de los propios reyes en el ejercicio de su más alta responsabilidad.

  • Alfonso XIII con uniforme de húsar en los jardines de La Granja
    Alfonso XIII con uniforme de húsar en los jardines de La Granja
    Joaquín Sorolla y Bastida, 1907 Óleo sobre lienzo, 208 x 108,5 cm Patrimonio Nacional

    Al ver el retrato y leer las palabras de Sorolla sobre su rey es evidente que el artista tenía todas sus esperanzas puestas en él y en base a ese sentimiento nos lo presenta en una obra de rabiosa modernidad, en la que aparece como un hombre de su tiempo.

    La decisión de ser retratado con el aparatoso y llamativo uniforme de húsares partió del propio monarca. Al igual que Mariano Benlliure, Sorolla quería que el retrato del rey fuera una obra moderna, por ello le retrató al aire libre, en los jardines reales del Palacio de La Granja, consiguiendo así, entre otras cosas, dar una imagen de salud y fuerza. La obra técnicamente, también de gran actualidad en su momento, está realizada con pincelada amplia en ocasiones y contenida cuando necesita puntualizar, pero suelta, segura y sin insistencias, en todo caso, lo que refuerza la sensación de frescura que de por sí presenta la imagen del rey iluminada por el sol que entra a retazos a través de las ramas de los árboles que circundan la escena. Es un retrato de una riqueza cromática conseguida en muy pocas ocasiones por el artista, y en ninguna en un encargo oficial.

    Sorolla retrató en veintiséis ocasiones a los diferentes miembros de la familia real española. De los nueve retratos que hizo de Alfonso XIII únicamente el retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares, y él último que pinta, el Estudio para un retrato cinegético del rey Alfonso XIII, que pensaba llevar a cabo en El Pardo, fueron concebidos al aire libre.