Se trata de una imagen de Cristo de tamaño natural, ligeramente encogida, con la cabeza inclinada hacia el hombro derecho; su pierna izquierda, doblada por la rodilla, se apoya sobre la derecha que está en posición rígida; sus brazos están paralelos al cuerpo sin apoyarse en él, salvo su mano izquierda que descansa sobre el muslo. Muestra unas enormes llagas de la Pasión en manos, pies y costado, policromadas con abundante sangre; en algunos lugares, como en la llaga del costado, lleva incrustadas gotitas de cristal para darle mayor patetismo. Los hombros, rodillas y algunas partes del cuerpo muestran cardenales, con desgarros de piel y heridas sangrantes. En la frente están fuertemente marcadas las heridas producidas por la corona de espinas, y la sangre que brota de ellas corre por la cara y cuello. El pelo y barba están tallados en mechones como mojados, que se extienden por el cojín, donde apoya la cabeza como una aureola. Las desnudeces del pubis y parte de los muslos están cubiertas por un lienzo a modo de fajín. La imagen yace sobre un lecho cubierto con una sábana, cuyos pliegues están tallados con fuerte contraste, con la apariencia de papel arrugado, lo mismo que ocurre con el fajín.
Es uno de los mejores yacentes tallados por Fernández, comparable al del convento de los capuchinos del Pardo, la catedral de Segovia, o San Plácido de Madrid. El escultor parece complacerse en la captación y contemplación del desnudo humano, convirtiéndole en divino. Su tratamiento es suficiente para poder ahondar en los sentimientos de sensualidad reprimidos por la religiosidad de su época. Su cabeza acumula todo el patetismo y carga dramática del tema; con fidelidad y realismo exacerbado ha trabajado primorosamente los cabellos del Salvador, deleitándose en su virtuosismo. Los ojos azules de cristal, los dientes de pasta imitando el blanco marfil o las uñas de hueso en los dedos de las manos y los pies, contribuyen a aumentar la autenticidad humana de la figura de Cristo.
El convento de la Encarnación de Madrid fue fundado por la reina Margarita, esposa de Felipe III. La primera piedra se puso el 10 de junio de 1611 y fue dotado con numerosas obras de arte, entre ellas este magnífico yacente, que podemos fechar en torno a 1615. Gregorio Fernández fue uno de los escultores favoritos de los reyes, quienes le encargaron diversas obras para sus fundaciones. Este Cristo yacente se cita en unas de las primeras descripciones del monasterio, junto con otras obras del mismo escultor. En 1645 estaba colocado en el Capítulo, una de las estancias más importante en cualquier monasterio: “A la cabecera de la pieça, sobre una peana ancha tambien cubierta de azulejos está un deuoto Sepulcro de bella traça, y labor de samblaje, pintado de varios jaspes; en particular el negro: Encierra este Sepulcro vna excelente Imagen de talla, de Christo nuestro Señor muerto, casi de dos varas, las llagas de pies, manos, y costado, parece vierten sangre, el rostro tan mortal, y propio, que causa una reuerencia temerosa; la cabeça maltratada de la crueldad de la corona, que muestra con gran viueza la acerbidad del tormento. Los ojos son de cristal medio abiertos, con cejas naturales, algo abierta la boca, y se diuisa la lengua; todo provoca a devoción, y ternura, reclina la cabeça sobre almohadas de talla, como la sabana en la que se estiende el cuerpo. Fue su Artífice el ya nombrado (Gregorio Fernández)”. En este real monasterio se conservan otras tres obras del gran Gregorio Fernández: un Cristo atado a la columna, un san Agustín y una Inmaculada, esta última obra fue regalada al monasterio por la Condesa de Nieva, cuando profesó su hija en dicho monasterio en 1628.